martes, 17 de marzo de 2015

ESCRITO I (2ª PARTE) EL AMOR .- EL TEMPLO DE JERUSALÉN



ESCRITO I (2ª PARTE) EL AMOR .- EL TEMPLO DE JERUSALÉN
El camino hasta Jerusalén transcurrió con relativa calma, los
controles del ejército israelí hacían que la puntualidad no fuera
más que una bonita palabra en el tablón de horarios de la estación
de autobuses.
Otro ejército aparecía en mi mente, soldados romanos vigilaban
la calzada observando a todos los que nos aproximábamos a
Jerusalén. Aunque esos días éramos tantos los que nos
acercábamos que no podían impedir que los “enemigos” de Roma
entráramos con facilidad.
Hoy, palestinos y judíos, transitan recelosos unos de otros, el
“veneno” del odio está inoculado en cada uno de ellos. Cada
gesto, cada movimiento les delata. El miedo parece gobernar la
Ciudad Santa. Algunos políticos y dirigentes religiosos han hecho
a la perfección su labor en ambos bandos. Se respira un ambiente
de calma tensa, frío y desolador.
¡Cuántas palabras pronunciadas en nombre del amor y la verdad
con el único objetivo de tener dominado a un pueblo, adormecido,
sojuzgado!
¡Cuánto disfraz bajo el nombre de la justicia para no querer
reconocer la igualdad de todos los habitantes de esta tierra, donde
nadie es realmente superior ni inferior a nadie!


Transitamos por las calles empedradas, los puestos apostados a
ambos lados ofrecían sus mercancías, el griterío era constante. En
aquella ocasión no estaba solo, varios amigos me acompañaban y
el Maestro nos esperaba. Sabíamos que el Sanedrín se reuniría.
Roma estaba nerviosa pues el imperio en oriente no iba todo lo
bien que esperaban, levantamientos contra su opresión ocurrían
cada poco tiempo, había que atajar el problema de raíz.
Allí estaba Él, esperándonos junto a la fuente, aún sentado
destacaba por su altura y porte. Nos saludamos efusivamente, un
abrazo dado con corazón, el reencuentro de viejos amigos.
―¡Vamos! exclamó Él con voz firme.
Tras recorrer varias callejuelas llegamos a la plaza central frente
al Templo, subimos por la escalinata que nos adentraba en su
patio. En él todos podíamos acceder, judíos y gentiles; la vida de
éste era agitada en el Sabbat, el espectáculo era a veces
deprimente; si fuera había puestos, dentro no cabía una aguja,
todo se vendía y todo se compraba.
El Maestro se detuvo mirando con tristeza a su alrededor.
¡Continuemos! Esta vez su voz estaba apagada, su corazón
permanecía turbado.
Le pregunté:
—¿Rabí, por qué permiten que esto ocurra en tierra sagrada?
¿No habría que echarlos de aquí como fuera, aunque sea a
empujones y latigazos?
—Dejadles —dijo el Maestro— que ellos se ahoguen en su
propia agua.

El Maestro continuó en silencio hasta el edificio del Templo,
aquí ningún extranjero podía pisar, se sentó y nosotros a su
alrededor. Me miró, sus ojos estaban vidriosos y, tras un silencio
en que Él sólo sabe qué ocurre en su interior, comenzó a hablar
diciendo:
«Nunca empleéis la violencia ni aún con aquel que te ha
arrebatado tu Hogar, ninguna causa es tan importante que
justifique su uso. Pues aquel que emplea la espada y lastima a su
hermano, no basta con que le pida perdón, si éste no se perdona a
si mismo vivirá en un infierno aquí en la Tierra. Si no lo hace así
su corazón se convertirá en una dura roca. Entonces atraerá para
sí lo que mal llamáis infortunio, desgracias, cuando sólo son el
medio que el Espíritu emplea para ablandar y volver a hacer de
carne y sangre su corazón, de luz y fuego su alma.
Si permites que tu Templo sea ocupado por la codicia, la
avaricia, la soberbia, la mezquindad, el egoísmo. Si dejas que los
mercaderes del Templo se adueñen de tu Hogar y te arrojen fuera
de él. ¿Qué quedará de ti? ¿A dónde irás?
Tu Hogar, tu Templo, es la Casa de mi Padre, os fue dada para
que hicierais de ella el lugar donde se reúnen el Cielo y la Tierra.»
Se levantó y llevándose las manos al corazón, miró al Santuario
del Templo y continuó:

«Sólo el Amor tiene cabida en la Casa de mi Padre. Todo
vuestro ser, desde los pies hasta el último cabello tienen la misma
importancia para Él.
En cada uno de sus hijos dejó una semilla que debéis cuidar,
dejar crecer y madurar. Su Espíritu espera pacientemente este
momento, entonces se cumple su promesa de liberar a su pueblo
de la esclavitud y os convertís en su Santuario Vivo, en la Tierra
Prometida, la Nueva Jerusalén.»

Nos quedamos sin palabras, nada podía salir de nosotros más
que un sentimiento indescriptible. Miré a mi alrededor y un
inmenso gentío nos rodeaba en silencio, entonces el Maestro se
introdujo en el Santuario para orar al Padre, nos pidió que le
acompañáramos y así lo hicimos.


EL ANCIANO JUAN

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