EL ERMITAÑO
Después de una larga caminata llegó Bernardo a la cueva donde se encontraba el ermitaño. Llevaba consigo el alimento que éste necesitaba para dos semanas. Nadie más se acercaba allí, apartado de cualquier camino. Muy pocos conocían el acceso a este recóndito lugar, sólo los monjes del monasterio al que pertenecía sabían de su existencia.
Desde la entrada se divisaba el valle.
El Sol lucía en su cenit y el calor era agobiante. Gracias a los árboles que casi ocultaban el acceso se hacía soportable.
Las rocas reflejaban el calor como si de fuego se tratase.
El ermitaño se encontraba al fondo de la cueva, no era muy grande. La luz que entraba dibujaba la silueta del monje y dejaba intuir sus rasgos. Su calvicie y su larga barba le daban un aire de solemnidad. Vestía, si se puede decir así, un hábito pardo con agujeros que debían de acompañarle durante ya largos años. Era de pequeña estatura. Sus ojos, redondos, permanecían casi ocultos tras la profunda oquedad en que se alojaban. Una leve sonrisa dibujó al ver al joven monje.
–¿Cómo está, maestro? –preguntó Bernardo.
–Bien, –contestó el ermitaño–. Y no me llames maestro, soy como tú, un simple monje.
Aunque ambos eran parcos en palabras, se estableció un diálogo entre ellos. Al principio, Bernardo, le puso al día de la situación de la comunidad, sobre todo de las penurias económicas por las que atravesaba ésta, dado que sólo vivían de su esfuerzo y el campo últimamente no era muy generoso con ellos. Gracias al voto de pobreza que profesaban llevaban sin dificultad dicha situación.
Bernardo le preguntó al ermitaño el porqué de su retiro, que ya le parecía muy prolongado en el tiempo, pues se encontraba en este lugar después de la última guerra que asoló el país, hacía ya quince años.
«Permanezco –le dijo el anciano–, en este lugar porque quería comprender el porqué del sufrimiento. Viví desde muy joven los golpes de la vida en mi cuerpo y en mi alma. Vi a mi familia destrozada por la codicia, la avaricia y la ambición; los malos tratos psíquicos que día a día vivía junto a mis hermanos y hermanas determinaron nuestro futuro, de estampida se podría calificar la salida de aquel infierno. Cada uno se salvó como pudo, las relaciones eran cada vez más esporádicas, quizás porque nuestro subconsciente no quería despertar aquellos recuerdos que nos marcaron para siempre.
»Busqué infructuosamente respuestas satisfactorias. Nadie sabía responderme a una pregunta tan sencilla: ¿cuál es la causa de tanto sufrimiento? Hablé con filósofos, eruditos, líderes religiosos, pero ninguno supo responderme, se perdían en laberintos intelectuales sin salida. Y mirándoles a los ojos comprendí que no tenían una respuesta, la felicidad no estaba entre sus cualidades.
»Dialogué con obreros, estudiantes, madres, padres..., pero ellos estaban aún más sumidos en el sufrimiento.
»Así que, decidí retirarme. Mi búsqueda de la verdad me llevó un día al monasterio. No buscaba un lugar para esconderme, sino el recogimiento necesario para obtener una respuesta y así se lo propuse al abad del monasterio, él comprendió mi necesidad.
»Al principio me ocupaba de mantener limpio el monasterio. Todo el día con la escoba a cuestas y en la noche, en la soledad de mi celda, le pedía a Dios que me iluminara y lograra respuesta.
»Un día me ofreció el abad la posibilidad de ir a una cueva por un corto periodo de tiempo. Y el tiempo se fue alargando… Yo le pedía seguir aquí y él accedió.»
Después de un largo silencio, Bernardo volvió a preguntarle:
–¿Encontraste la respuesta?
–¡Sí! –dijo el ermitaño, categórico.
Continuó:
«En la soledad y el silencio, en el frio y el calor, en el paso de las estaciones, en el canto de las aves, en el lento transcurrir de los días y las largas horas de la noche, en el contacto directo con la naturaleza… he ido apaciguando mi alma y mi cuerpo. Al principio mis deseos me perseguían con pesadillas, luchaba contra ellos y ese era mi error. Aprendí a no enfrentarme a ellos sino a verlos como un espectador va al teatro, transcurre la obra y después te vas, ahí se quedan. No son tuyos, no te pertenecen. Aprendes de lo visto y experimentado, eso es lo que queda y nada más.
»Aprendí el valor de lo que de verdad importa para subsistir. Supe que los deseos nos esclavizan o nos liberan, que todo dependía del enfoque que les dábamos y dónde nos situábamos nosotros ante el deseo. El deseo hace que desarrollemos la inteligencia pero para obtenerlo podemos poner en peligro la relación con aquello que nos rodea, el daño que podemos causar puede ser irreparable.
»El deseo y la inteligencia, dos instrumentos a nuestra disposición para progresar, pero no para ser sus esclavos. Dejarnos llevar por el deseo sin freno, nos convierte en seres neuróticos, sin control; cuando no son satisfechos hace que nos sintamos vacíos, sin vida, enfermos. Y morimos de insatisfacción. Y renacemos nuevamente, entrando en la rueda del deseo. El deseo nos ennoblece o nos envilece.
»El deseo más noble nos eleva como seres humanos y es aquel en que el otro está por delante de uno y en uno. Deja de ser un deseo para convertirse en una forma de vida. Ya no deseo nada para mí. He canalizado mis deseos y los he transformado en compasión, no en el sentido vulgar de apiadarme, sino de sentir con el otro, ser uno solo.
»Mi conciencia ya no me pertenece a mí sólo, sino que abarca a todo cuanto me rodea. Me importa lo que le ocurre a cualquier ser existente.»
Bernardo estaba entusiasmado, pero una duda le asaltaba la mente: ¿cómo es posible amar al mundo viviendo en soledad? Y así se lo transmitió al ermitaño.
Él le miró y sonriendo, añadió:
«Al trascender mi ego, también trascendí mi cuerpo, estos ya no me limitaban. Mi conciencia se expandía cada vez más. Quiero decirte que los árboles y yo éramos uno, también los pájaros que cerca anidaban. Poco a poco fui abarcando más: el día, la noche, el espacio, no eran un obstáculo para mí. En la quietud y el silencio viajaba a través de mi cuerpo, que ya no era sólo este que ves, se expandía a toda la tierra; todo lo que en ella se encontraba era yo. Y me conocí. Y me hablaba en la noche, en la calle, en la oficina, en el colegio; oía los susurros del mundo que eran los míos; les aconsejaba… me aconsejaba; les ayudaba a percibir con claridad los diferentes caminos a tomar, a distinguir el de su pequeño ego y el de todo su ser, mi ser.»
No tenía Bernardo palabras, su alma se llenaba de gozo ante la sabiduría que ante él tenía.
El ermitaño volvió a tomar la palabra:
–Ya es hora que deje este retiro, he de encontrarme con otros hermanos que he conocido hace poco tiempo.
–¿Bajas al monasterio? –preguntó Bernardo.
–No, estos hermanos están muy lejos, o demasiado cerca según lo enfoques. Hay mucho que hacer aún por esta, tu Tierra, mi Tierra.
El cuerpo del ermitaño comenzó a iluminarse, parecía una explosión de colores y después un blanco intenso absorbió todos los colores. La luz se fue haciendo más tenue hasta que desapareció… y el ermitaño con ella.
Bernardo quedó petrificado. En su mente escuchó: “No te equivoques, no estoy muerto y recuerda siempre: el amor es quien nos salvará de nosotros mismos. Hasta siempre, Bernardo”.
En silencio, comenzó a desandar el camino hacia el monasterio.
Dedicado a l@s inquiet@s
Ángel Hache.