Este Blog esta dedicado a compartir, todo tipo de temas relacionados con los Maestros Espirituales del Alma y de la Mente. Contribuyendo al Despertar de la Conciencia Unificada, con un solo proposito, el de Vibrar en el Amor Incondicional. Podeis contribuir con vuestros comentarios y opiniones, ruego se mantega el respeto, la hermandad y la ármonia entre nosotr@s. SOMOS SOLO UNO EN AMOR Y UNIDAD. ·
sábado, 11 de junio de 2016
Las grandes enseñanzas cósmicas de Jesús de Nazaret a Sus apóstoles y discípulos Parte.XII
Cristo
Las grandes enseñanzas cósmicas. Parte XII.
El hombre materialista, centrado en sí mismo, es del parecer de que él es el señor del mundo y del Universo. Como sólo ve una pequeña perspectiva de la vida, que además está envuelta por su propio yo humano, cree ser un dios. Esta creencia en dioses le otorga la arrogancia de pensar que puede seguir desarrollando la Creación, enteramente según su imagen y su medida. En realidad se conduce a sí mismo al abismo y destruye la materia y su cuerpo físico.
En el número ocho (acht en alemán) está contenida la divinidad, en el menosprecio (Verachtung en alemán, que descompuesta en sílabas contiene la palabra acht = ocho y también la palabra Achtung = respeto) el adversario de Dios, que invirtió la polaridad del SER sagrado, el ocho / respeto (acht / Achtung), haciendo de él el menosprecio (Verachtung). De este modo creó él su ley de la Caída, que será la que a él mismo lo hará caer.*
Quien no respeta a su prójimo, no honra ni al Padre eterno ni a Mí. Sus oraciones permanecen estériles, porque el fruto encapsulado en ellas no llega a madurar.
Quien se hace honrar por hombres, no honra a Dios.
El adversario lleva al alma y al hombre al mundo de los sentidos. Les tienta con la apariencia de su prójimo. Les muestra lo que otros poseen y tienen, su «mío» y su «para mí», y les hace codiciosos y envidiosos. De este modo les va apartando de lo más interno, del SER, de la plenitud en Dios –llevándoles al mundo externo, a la apariencia.
Quien se deja deslumbrar por la apariencia, se vuelve como el que ya está deslumbrado: codicioso, envidioso y ávido. Entonces codicia con todas las armas que están a su alcance, para conseguir lo que le irradia la apariencia del prójimo: brillar externamente mediante prestigio, medios económicos y posibilidades que se reflejan en el dinero y los bienes.
De este modo el hombre va saliendo cada vez más de la plenitud interna y empobrece en fuerza interna y espiritualidad. Instruye su entendimiento y lo erige en intelecto, para convertirse en un intelectual, que posee saber sobre la apariencia, sobre la ilusión óptica –y al hacerlo ya no conoce el SER, su verdadero Yo divino, la realidad de la vida, sino sólo a sí mismo, su pequeño mundo, en el que domina, gobierna y ata a su prójimo a sí y a sus puntos de vista, a los que también él mismo está atado.
¡Ay de aquellos que utilizan el entendimiento para deificar a hombres! Imperceptiblemente un hombre tal crea ídolos. A éstos es adicto en este mundo –y después de su muerte física también les es adicto.
El codicioso, egocéntrico, que se sobrevalora en el brillo de la apariencia, quiere ser siempre el más grande y el mejor, y dominar sobre todo y a todos.
El afán de dominar tiene a su vez los brotes del miedo a que otro pudiera ser más grande, alcanzar más brillo, más prestigio y riqueza. Acuciado por el miedo, él cree que ha de tener sus ojos y oídos en todas partes para no ser perjudicado. Si se presenta un rival, es combatido. Si éste tiene cualidades que él no posee, surgen al mismo tiempo la envidia y la enemistad, y no menos el ardor bélico, la aspiración a apartarlo.
El miedo y el ardor bélico traen la curiosidad. El hombre-yo quiere verlo y escucharlo todo para saberlo todo, para protegerse de peligros que podrían llegar a él procedentes de los semejantes que tienen más prestigio, que parecen mejores, más listos y más ricos. Esto lleva a que él tenga que orientarse constantemente. La curiosidad le empuja a mirar hacia adelante, hacia atrás, hacia arriba, hacia abajo, hacia la derecha y hacia la izquierda, para verlo y escucharlo todo. Al hacerlo, se ve y se escucha solamente a sí mismo; pues lo que le empuja, su yo humano, empuja a su vez hacia él lo igual y lo parecido.
El hombre egocéntrico se ve a sí mismo en toda situación. Se oye a sí mismo en toda situación. Se encuentra sólo a sí mismo –a hombres que a su vez se parecen a él mismo–. El y su prójimo hablan el mismo lenguaje, sí mismo. Lo que resulta de ello, son a su vez sólo ellos mismos. Así se atan el uno al otro. Aquello con lo que se han atado lo purificarán por su parte juntos, hasta que puedan abandonar la rueda de la reencarnación y los reinos de las almas.
Por eso, oh hombre, ejercítate en lo desinteresado y aprende a reconocerte como ser en Dios.
No mires a tu alrededor al sentir curiosidad, o te verás a ti mismo, tu yo, con el que luego tendrás que luchar y batallar.
No espíes las conversaciones de tu prójimo; no estés escuchando cuando dos conversan, u oirás solamente tu propio yo –a menos que ellos te incluyan en su conversación.
El hombre asume responsabilidad respecto de lo que oye.
Si en lo más interno de tu templo estás en casa, hablarás la palabra de la verdad, que es de eternidad a eternidad, la vida.
La palabra de Dios es la corriente del Universo. La palabra humana es solamente la orilla. Por eso, hablad sólo lo importante y llenadlo con la fuerza de la realización, con la fuerza de Dios. Entonces entraréis en la corriente del Universo.
La palabra que habláis tiene sólo valor y fuerza en la medida en que habéis realizado lo que pronunciáis; pues sólo entra en el hombre lo que habéis cumplido, es decir realizado, y no lo que tomáis de vuestro intelecto. Esta palabra está vacía, es en cierto modo hueca y no conoce la profundidad del Universo, la cual Yo Soy.
No basta con afirmar las leyes del Universo, las leyes de Dios, y proclamarlas. Sólo quien las realiza trae buenas obras.
Lo que enseñáis tenéis que haberlo realizado primero vosotros mismos; este es el mejor ejemplo. Estas palabras y obras entran en el alma del hombre, porque contienen substancia y fuerza.
De nada sirve hablar de la luz y no ser la luz.
Quien de la luz sólo habla, está vacío, porque está dividido. Quiere servir a Dios y cree que basta servir según la letra. Sin embargo, esto no es servir, sino ser servil. El enseña una palabra, pero no la palabra, porque la letra mata, en tanto que la luz en la letra vivifica.
Solamente puede hallar la luz y dar vida a la palabra el que camina hacia adentro y se convierte en la luz.
Quien de la sabiduría sólo habla y no es sabio, está en el mundo, vive con el mundo y está a favor del mundo. Está por tanto dividido; habla la sabiduría según la letra y no obstante está en el mundo. Quiere ser sabio y no lo es. Así se engaña a sí mismo y simula ser ante otros lo que no es: sabio.
Quien de los sentimientos buenos y afectuosos sólo habla, tiene solamente palabras sobre los sentimientos afectuosos, pero no trae lo bueno, lo valioso a este mundo.
Quien realiza, trae valores espirituales y obras espirituales a este mundo. El es el que piensa con el corazón, que da desde la luz de la vida. Vive de forma justa, pues sabe que Dios ve en el corazón de cada cual.
Los que han despertado en el Espíritu de Dios, ven a los que no han despertado. Les ven en su forma de comportarse, en su forma de pensar y de hablar. Tratan de ayudarles, en la medida en que éstos lo desean.
Los que han despertado en el Espíritu, conocen a los que no han despertado, les entienden y les ayudarán tanto como sea bueno para su alma.
Los que no han despertado, sin embargo, no reconocen a los que han despertado; para ellos son en muchos casos charlatanes y sabelotodo, o los alínean en la consciencia que corresponde a su propio ser.
Los que no han despertado, que se orientan únicamente por la materia, ven en el que ha despertado espiritualmente, en lo divino, o bien a un perturbador o a un hombre raro, en el que no son capaces de penetrar.
Los que conviven diariamente con alguien que ha despertado, ven sólo al ser humano y no captan lo que irradia de él.
Cuando uno que no ha despertado quiere enseñar y guiar a otro que no ha despertado, ambos siguen sin despertar, porque sólo hablan palabras vacías, en cierto modo huecas, en las que no llamea el fuego del amor, que les daría claridad y les haría ver. Ambos son los ciegos que caerán en la fosa.
Por eso velad y orad, y que vuestras palabras se vuelvan luminosas; sí, divinas, para que viváis en Mí, el Cristo, y seáis uno conmigo, el Cristo; pues el Eterno Me ha enviado a los hombres para anunciarles y traerles la luz y la salvación.
Quien ha desolado su templo interno, construye viviendas cada vez más grandes y suntuosas. Con ello se perdió la consciencia de la presencia de Dios y la visión de la verdadera vida. Yo he venido a erigir nuevamente el templo interno y a hacer visible el sagrado obrar de Dios.
Con Mi fuerza estoy otra vez entre los hombres, para anunciarles de nuevo la luz y la salvación. Dichosos los que Me encuentren en su corazón. Ya no necesitarán templos externos –ellos mismos se habrán convertido en templos de la salvación.
Yo Soy la libertad. No os dejéis atar ni a dogmas ni a preceptos.
Haceos conscientes: en el Cielo no hay dogmas ni preceptos ni ceremonias, ni autoridades ni subordinados. En el Cielo sois todos entre vosotros iguales –hermanos y hermanas–. Quien no aspira a esta meta o se deja disuadir de esta meta, es un necio y en cierto modo un muerto en espíritu.
El que ha despertado, se esfuerza por alcanzar el interior, el reino de la vida –el que no ha despertado se esfuerza por lo exterior, por las cosas que se reflejan en el mundo materialista y gobiernan al que está con este mundo.
Nunca os dejéis atar en instituciones ni aleccionar por fariseos y escribas. Ellos no tienen las llaves que conducen al Reino de Dios, ya que ellos mismos no han entrado en la vida. En consecuencia tampoco dejan entrar a los que lo quieren; pues no conocen la cerradura, porque no se han ejercitado en llevar la llave que Yo Soy, Cristo.
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Las grandes enseñanzas cósmicas de Jesús de Nazaret a Sus apóstoles y discípulos Parte.XI
Cristo
Las grandes enseñanzas cósmicas. Parte XI.
El SER es presente. En el SER no hay ningún ayer, ningún hoy ni ningún mañana. La materia es caducidad. El SER es todo en todo. Por ello la materia se refina y se convierte en el SER, porque Dios es el presente en todo.
El presente en todo, es lo imperecedero, el SER. Por eso lo perecedero, el ayer, hoy y mañana, se transformará en el SER que es.
La visión del que es puro es lo puro, que él percibe únicamente en sí mismo, en su templo puro. Allí ilumina y se manifiesta incesantemente la ley más sagrada, eterna, Dios.
El que es puro contempla lo que el impuro no ve.
El que es puro percibe en sí únicamente la verdad eterna, porque él mismo se ha convertido en la verdad, en la ley omniabarcante, en el Yo Soy. El no admite nada impuro en el templo del amor.
El impuro, por el contrario, percibe solamente lo impuro, es decir lo que él mismo es –lo impuro.
El que es puro contempla y reconoce en sí lo puro, la verdad. El habla el lenguaje de imágenes, de la verdad, en sí, porque él mismo se ha convertido en la verdad. La palabra de Dios es la ley, es la verdad, que se manifiesta como la imagen viva, en lo más interno del alma. No importa hacia dónde mire el que es puro –él contempla en sí únicamente la imagen de ley, lo puro, y ve fuera de sí el reflejo, lo impuro.
La visión en imágenes es al mismo tiempo la visión de reconocimiento. Lo que contemplas, lo penetras con tu mirada y lo reconoces –y así sabes acerca de todos los detalles–. Esto es la verdad, esto eres tú, el Yo divino veraz, eterno.
El verdadero sabio, el iluminado, es lo que habla, la ley.
El no iluminado, que no es capaz de distinguir lo negro de lo blanco, es el ciego que se contenta con la apariencia y cree que el SER está lejos.
La verdadera visión es la visión de reconocimiento. Tú ves en profundidad y sabes, y a pesar de todo no puedes demostrarlo, porque lo más interno, lo más sagrado, no necesita demostrarse, porque es.
Sólo la apariencia quiere demostrarse, porque lo que hay en ella –las legitimidades eternas– no es manifiesto.
El SER contempla lo que la apariencia no ve, es decir: yo, el SER, contemplo lo que tú, el débil reflejo, no ves. Pero si tú eres el SER, estás unido en El, en el Uno universal. Entonces tú también contemplas lo que yo contemplo, y nosotros contemplamos lo que la apariencia no ve.
El ojo espiritual contempla –el ojo terrenal ve–. Los dos no pueden armonizarse, porque el ojo espiritual es la ley de los Cielos y el ojo terrenal, sólo el ojo de reflexión, que reproduce el SER como reflexión, la cual es de muchas maneras desfiguración. Quien se contenta con ello es el necio que aún no ha traspasado el portal que da a la verdad.
El ojo de la verdad es Dios. Quien contempla con este ojo, es veraz y divino. El trae la luz, el ojo de Dios, la verdad, a este mundo, la ley eterna del amor.
El ojo de la verdad es la luz y la imagen de tu cuerpo espiritual puro, que es la imagen y semejanza de Dios.
El ojo terrenal es la imagen del alma, del cuerpo espiritual envuelto. El sólo tiene la mirada para lo envuelto, que a su vez es el lastre y la carga del alma.
Desde diversas perspectivas de la vida, Yo, Cristo, siendo Jesús de Nazaret instruí a Mis apóstoles y discípulos. Una y otra vez les mostré la Ley Absoluta y les expliqué la ley de siembra y cosecha. Les hablé con palabras con el sentido de éstas:
El mar del infinito es la corriente del Universo. Moveos cada vez más en el mar del infinito, como soles del amor y la justicia. Entonces seréis la vida y ya no preguntaréis por la vida.
Mientras el hombre se deja alumbrar por hombres, no irradia. En este caso, depende del brillo de su prójimo. Si el hombre depende del brillo de otros hombres, no conoce el resplandor del sol inherente a él.
Para cada cual, dice la ley eterna: sigue siendo el Yo divino verdadero. Entonces serás el Yo divino verdadero y no esperarás el brillo de tu prójimo, porque tú, el Yo divino verdadero, irradiarás por ti mismo.
Solamente la apariencia con un brillo artificioso se contenta con el brillo. Si dos personas obran así, están a media luz y son del parecer de que tienen lo más elevado y lo más grande, porque se alumbran mutuamente.
Comprended: el brillo de la apariencia engaña, y quien se deja engañar puede convertirse en un engañador.
Por eso no os rodeéis con imágenes engañosas, con el brillo de la apariencia, sino convertíos en el sol del amor y la justicia, en el mar del infinito.
Muchas almas y hombres se mueven hacia el SER, pero pocos están en el SER. Quien solamente reflexiona acerca del SER, recibe sólo del brillo de la apariencia y no del manantial de la vida, que es el SER.
Quien pertenece a la apariencia, lleva muchas máscaras. Según la ocasión, se pone la máscara correspondiente.
Quien vive en el mundo de apariencias y tiene sus máscaras, no se conoce, ni tampoco a aquel que lleva máscaras iguales o parecidas a las suyas. Ambos hablan solamente de sus máscaras, de la apariencia, y no encuentran la realidad.
El «maquillador» se siente solo y está solo, pues hace caso omiso de su prójimo; piensa sólo en sí y quiere mantener su máscara.
Sin embargo, quien vive en el mundo interior, en Mí, el Cristo, ve con claridad y con amplitud. Ya no necesita máscaras, porque su mirada lo penetra todo y porque mediante la luz de la verdad lo reconoce todo. Así es un ser en la corriente del SER, el SER personificado, el microcosmos en el macrocosmos.
Todo lo que ves y te altera, es tu espejo; marca tu persona. Si no recorres el camino del autorreconocimiento, solamente percibes las reflexiones de tu yo inferior y del yo inferior de tu prójimo. Si continúas así, te enredas cada vez más en el «mío» y «tuyo»; distingues entre tú y tu prójimo. Esta es la ley del yo humano. Dice así: «separa, ata, domina».
La ley divina dice así: «une y sé». Quien vive en la unidad con lo más interno, está unido a todos los hombres y seres y a todas las formas de vida. Con ellos forma la unidad en Dios, que no conoce diferencias, porque todo está contenido en todo, la ley de la vida.
La ley de causa y efecto, que creó el adversario –«separa, ata y domina»–, es la ley centrada en la persona, la ley de yoidad, que sólo se conoce a sí, al yo inferior.
El adversario quiere la separación y la atadura. Las personas han de atarse a hombres y cosas, procurarse bienes en propiedad, y pertenencias, para proporcionar a su vez lo que separa, es decir el «mío» y «tuyo». Quien se ha adueñado de más pertenencias, domina sobre aquellos que poseen menos.
El Satanás tomó la espada y partió la unidad de la Tierra en multiplicidad. Con los trozos, los países, creó el dominio y los dominadores, los ricos, que con los trozos hicieron sus reinos.
Esto es la partición que viene de lo satánico. Pero Yo he venido a erigir nuevamente la unidad mediante la ley del amor, que unifica todo y a todos.
La fronteras limitan y llevan al endurecimiento. Si las fronteras perduran largo tiempo, los pueblos creen que están separados los unos de los otros por las fronteras. Entonces hablan de mentalidades diversas, que tienen poco en común. De esta manera de pensar surgen la indiferencia y la enemistad con el prójimo, el cual es, según las leyes eternas, una parte de cada alma.
Cuando el adversario ha provocado la separación entre los hombres, domina y crea otras posibilidades externas de atarse, como por ejemplo la atadura de la persona a preceptos de fe, ritos, dogmas y cultos, y al mismo tiempo a autoridades, a subordinados, al marido o a la mujer, a hijos o a valores realizables, a dinero y a bienes. De ello resulta la ley causal, en la que toda persona egocéntrica y toda alma egocéntrica tienen su existencia, hasta que salen del remolino del yo humano y aspiran a lo divino, que une y que es.
Este mundo y el planeta terrestre se manifiestan a nivel divino en forma de imagen-reflejo, pues el mundo y la Tierra fueron convertidos en lo opuesto.
La herencia de Dios a Sus hijos se explica así:
Lo que es Mío es también tuyo, es para ti y es para cada hijo en igual medida, es decir, todo proveniente de todo, proveniente de Aquel que es.
El adversario ha invertido la polaridad de esta legitimidad divina y dice: a mí me pertenece lo mío y lo tuyo. Mediante esta inversión de polaridad, el adversario cree poder anexionarse todo y ser el señor de todo y de todos. Quiere el poder para él solo y someter a Dios, pues él mismo quiere ser Dios.
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Las grandes enseñanzas cósmicas de Jesús de Nazaret a Sus apóstoles y discípulos Parte.X
Las grandes enseñanzas cósmicas. Parte X.
Cristo
Aprende a oír.
El que es puro no necesita escuchar con curiosidad; él sabe en sí, en lo más sagrado de su templo, lo que es importante. Todo lo demás, que aún está pendiente, aún no está maduro ni es aún importante.
Quien desea escuchar y escuchar con curiosidad, sólo tiene noticia de su yo inferior, que le intranquiliza y le activa de nuevo a pensar, hablar y actuar de forma contraria a la ley divina –es decir, a emitir de forma contraria a la ley divina–, para recibir a su vez lo contrario a la ley divina.
Aprende a oír. Nunca hagas preguntas curiosas, pues así te escuchas sólo a ti, tu yo inferior.
De todo lo que se te diga, entresaca la legitimidad de Dios y reconoce en ella a su vez la totalidad, y experimenta ésta al mismo tiempo en ti, en tu templo. En la legitimidad está contenida la totalidad de la ley, tal como en la totalidad de la ley está contenida la legitimidad. Esto es vivir en la ley eterna, y este es también el lenguaje de la ley eterna.
Quien trata de escuchar curiosamente en sí la palabra eterna, el SER, la ley, aún no es la palabra, el SER, la ley eterna. Y quien la escucha curiosamente –según el grado de madurez de su alma– sólo la escucha con curiosidad y aún no la conoce, porque todavía no se ha convertido en la ley de Dios.
Y a quien desea reconocer y experimentar el eterno SER según la letra, se le pasa la realidad de largo en lo que lee u oye. Y quien solamente escucha curiosamente lo que su prójimo transmite como verdad, crea ideas en imágenes, a partir de lo que escucha curiosamente. Esto nunca es la realidad de la vida, sino la apariencia; es el reflejo de la ley y no la verdad misma.
Quien por tanto sólo escucha curiosamente la verdad –ya sea en sí o de fuera, expuesta por personas–, aún no es la verdad misma, el SER. Quien aún no se ha convertido en la verdad, el SER, no se conoce como ser de la verdad, porque aún no ha encontrado el camino hacia el ser de la verdad, hacia su verdadero SER.
Sólo quien es la palabra eterna, el SER, la ley, está en la vida –y es la vida misma, porque es la esencia de la palabra sagrada, la verdad, la vida.
La palabra de los Cielos es Su palabra, la palabra de Dios, la ley eterna. Quien se ha convertido en la palabra de Dios, se ha convertido en un ser en Dios. El contempla también a hombres, cosas, acontecimientos y sucesos en la imagen de los Cielos, de la verdad, en el Yo Soy –y ya no en la imagen de su pequeño mundo, en el círculo visual del «yo quiero».
Cada pensamiento celestial, desinteresado, y cada palabra celestial, desinteresada, es una imagen celestial que lo alberga todo en sí. De forma similar a como una célula del cuerpo contiene un hombre entero, cada sensación desinteresada, cada pensamiento desinteresado, cada palabra desinteresada y cada acto desinteresado contienen el Universo entero como esencia.
El verdadero sabio pone la totalidad en todo lo que habla –también cuando de la totalidad solamente comunica una faceta de la verdad, haciéndola brillar.
Dios es la totalidad y es indiviso. Por eso en aquel que es la palabra divina, es activa la totalidad. El es un SER en el SER. El no está bipartido, como el hombre que habla de forma diferente a como piensa, y siente de forma diferente a como piensa y habla.
La ley eterna obra y se manifiesta en ti mismo. Todo es ley. Tú no la ves en el exterior; la reconoces y la ves únicamente en ti, como la totalidad.
Los ojos físicos perciben solamente cosas externas, y no lo que es manifiesto en lo más interno, en el SER puro, en el templo de Dios.
Los ojos físicos perciben sólo el débil reflejo de lo que hay en el Cielo.
Lo que es materia, es reflexión, y no absoluto.
El que ve en profundidad, percibe a Dios en todo lo que es –en cada flor, en cada arbusto, en cada piedra, en los astros, en los hombres–. Con cada abrir y cerrar de ojos, con su oído, con los sentidos del gusto, del olfato y del tacto se encuentra con Dios.
Para el que ve en profundidad, Dios está presente en todo.
Cuando hace su trabajo, Dios está presente. Cuando tiene una conversación, Dios está presente. Cuando va aquí o allá, Dios está presente.
Estos hombres han encontrado la piedra filosofal; dejan obrar a Dios a través de ellos. Quien mantiene los lazos que le unen a Dios, en todo lo que siente, piensa, habla y hace, camina verdaderamente en la luz de Dios, y a través de él Dios hace las obras del amor.
Mantened en todo esta consciencia: Dios está presente; Dios está en todo.
Si os habéis incorporado esta certeza, se retirarán de vosotros la soledad, el desamparo y la aflicción; obtendréis comunidad, felicidad interna y mayor comprensión.
Haceos conscientes de esto en cada situación: Dios está siempre presente –El está siempre ahí–. Hagáis lo que hagáis, dondequiera que vayáis, dondequiera que estéis, penséis lo que penséis –Dios está ahí; El está presente.
Dios está con cada uno de vosotros –da igual cómo penséis, habléis y obréis.
Si estáis en medio de una multitud de hombres exaltados: Dios está con vosotros. Sed silenciosos, confiaos a El; El os guía.
Dios es en la enfermedad la salud, en el sufrimiento la alegría.
Pensad en esto: Dios está siempre presente. Dios es amor; El ama a cada uno de vosotros.
No dejéis en vuestro saber el reconocimiento de que Dios está presente, de que Dios, nuestro Padre eterno, os ama a vosotros y a Mí, ¡a todos! Sólo la realización, es decir, el saber espiritual vivido, os trae la certeza y la energía en el Espíritu de Dios –la vida en el SER..
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