sábado, 16 de julio de 2016

LAS VOCES DEL DESIERTO MARLO MORGAN (LA CURACIÓN)


La curación.

Nací con las manos vacías,
moriré con las manos vacías.
He visto la vida en su máxima expresión,
con las manos vacías.

MARZO MORGAN

Se acercaba la estación de las lluvias. 

Ese día divisamos una nube que se mantuvo a la vista durante un corto período de tiempo. Fue una imagen que valoramos por su rareza.

Ocasionalmente incluso pudimos caminar bajo su gran sombra, desde donde teníamos la misma visión que posiblemente tenga una hormiga de la suela de una bota. 

Era una delicia hallarse entre gente adulta que no había perdido el sentido infantil de la diversión, tan importante siempre. Echaban a correr hacia el sol alejándose de la nube y mofándose de ella por la lentitud con que se movía. 
Luego volvían a refugiarse bajo su sombra y me decían que el aire fresco era un regalo maravilloso de la Divina Unidad. Resultó un día muy alegre y juguetón. Sin embargo, al caer de la tarde se desató la tragedia, o al menos lo que a mí me pareció una tragedia en ese momento.

En el grupo había un hombre de treinta y tantos años que se llamaba Gran Rastreador de Piedras. Su talento consistía en hallar piedras preciosas. Recientemente se había añadido el «Gran», porque a lo largo de los años había desarrollado una habilidad especial para encontrar unos maravillosos y enormes ópalos e incluso pepitas de oro en las zonas mineras, después de que las compañías explotadoras hubieran abandonado las minas. 

Los Auténticos creían al principio que los metales preciosos eran superfluos. No se podían comer, y en una nación sin mercados no servían para comprar alimentos. 
Se valoraban tan sólo por su belleza y por el uso que se les pudiera dar. 
No obstante, con el tiempo los nativos descubrieron que eran muy apreciados por el hombre blanco, lo cual resultaba más extraño aún que su extraña creencia de que podían ser amos de las tierras y venderlas. La tribu utiliza las gemas para financiar los gastos del explorador de la tribu, que periódicamente va a la ciudad y luego regresa con su información.
Gran Rastreador de Piedras no se aventura jamás por las cercanías de una mina que siga en funcionamiento porque a los aborígenes les persigue el recuerdo de aquellos antepasados obligados a trabajar en las explotaciones mineras que entraban un lunes y no volvían a salir hasta el fin de semana. 

Cuatro de cada cinco morían. Habitualmente se les acusaba de algún crimen y eran condenados a trabajos forzados. 
También tenían que satisfacer ciertas cuotas, y muchas veces se obligaba a la mujer y a los hijos a trabajar con el reo; unas tres personas podían cumplir la cuota establecida para un individuo. Al parecer era muy fácil hallar alguna infracción para alargar las condenas. No había escapatoria posible. 
Por supuesto, aquella degradación de las vidas humanas era muy legal.

Aquel día en particular, Gran Rastreador de Piedras caminaba por el borde de un terraplén cuando cedió la tierra y él fue a caer por el risco hacia la superficie rocosa, seis metros más abajo. El terreno por el que caminábamos estaba formado por grandes capas de granito pulido natural, de láminas de roca y extensiones pedregosas.

Por entonces yo tenía unos buenos callos en las plantas de los pies, parecidos a aquella especie de pezuñas de mis compañeros, pero ni siquiera esa capa de piel muerta bastaba para caminar cómodamente sobre las piedras. 

Tenía el pensamiento puesto en los pies. 
Recordaba un armario que tenía en casa, lleno de zapatos, donde no faltaban botas de excursionista y zapatillas deportivas. Oí el grito de Gran Rastreador de Piedras cuando ya volaba por los aires. Corrimos todos hasta el borde y miramos hacia abajo. Parecía un guiñapo, y se veía ya un charco oscuro de sangre. Varios miembros de la tribu corrieron cuesta abajo hasta la garganta y lo subieron en un santiamén haciendo uso de un sistema de relevos. Dudo que hubiera tardado menos si hubiera subido flotando. Las manos que lo transportaban parecían la oruga de una línea de montaje.

Cuando lo depositaron sobre la pulimentada roca de la cima, la herida quedó a la vista.

Era una fractura complicada y muy grave entre la rodilla y el tobillo. El hueso sobresalía unos cinco centímetros, como enorme y feo colmillo, a través de la piel de color chocolate con leche. Inmediatamente alguien se quitó una cinta del pelo e hizo un torniquete con ella alrededor del muslo. Hombre Medicina y Mujer que Cura se hallaban a cada lado del herido.

Otros miembros de la tribu empezaron a prepararlo todo para acampar allí aquella noche.

Yo me acerqué poco a poco hasta quedar junto a la figura postrada.

-¿Puedo mirar? -pregunté.

Hombre Medicina pasaba las manos por la pierna herida a unos dos centímetros de la piel con un suave movimiento deslizante, primero en paralelo y luego con una de arriba abajo y la otra al revés. Mujer que Cura me sonrió y habló a Outa, quien me tradujo su mensaje:

-Esto es para ti. Nos han dicho que tu talento, entre tu gente, es el de mujer que cura. -

Bueno, supongo -respondí.

Nunca me había gustado la idea de que la curación de un enfermo dependa de los médicos o de sus trucos, porque años atrás, cuando tuve que enfrentarme con la polio, había aprendido que la curación tiene una única fuente. 

Los médicos ayudan al cuerpo eliminando partículas extrañas, inyectando sustancias químicas o devolviendo huesos a su sitio, pero eso no significa que el cuerpo vaya a curarse. De hecho, estoy convencida de que jamás ningún médico en ningún lugar de ningún país y en ninguna época de la historia ha curado a nadie.

Cada persona lleva la curación en su interior. Los médicos son como mucho unas personas que han reconocido en sí mismas un talento individual, lo han desarrollado y tienen el privilegio de servir a la comunidad haciendo lo que mejor se les da y más les gusta. Pero no era aquél el momento más adecuado para una discusión a fondo. Acepté los términos que Outa había decidido utilizar y convine con los nativos en que también yo, en mi sociedad, era considerada una mujer que curaba.

Según me explicaron, el movimiento de las manos a lo largo de la pierna sobre la zona herida, sin tocarla, era un método para devolver la antigua forma de la pierna sana y para eliminar la hinchazón. Hombre Medicina le refrescaba la memoria al hueso para que reconociera la auténtica naturaleza de su estado sano. Con esto se eliminaba el impacto provocado al partirse en dos y abandonar la posición desarrollada durante más de treinta años.

Lo que hacían era «hablarle» al hueso.

A continuación los tres personajes principales del drama, Hombre Medicina a los pies, Mujer que Cura arrodillada a un lado y el paciente tumbado de espaldas sobre la tierra, empezaron a hablar con un sonsonete de plegaria. 

Hombre Medicina colocó las manos alrededor del tobillo. 
En realidad no parecía que tocara ni tirara del pie. 
Mujer que Cura hizo lo propio con la rodilla. 
Hablaban en forma de cánticos, cada uno de ellos diferente. 
En un momento dado alzaron la voz al unísono y gritaron algo. Debieron de utilizar un método de tracción, pero yo no fui capaz de verlo. Sencillamente, el hueso volvió a meterse por el agujero del que asomaba. Hombre Medicina juntó los dos bordes de piel e hizo una seña a Mujer que Cura, que desató el extraño y largo tubo que siempre llevaba consigo.

Unas semanas antes le había preguntado a Mujer que Cura qué hacían las mujeres cuando tenían la menstruación, y ella me había mostrado unas compresas hechas de juncos, paja y finas plumas de pájaros. Después, de vez en cuando, observaba que una mujer abandonaba el grupo para internarse en el desierto y ocuparse de sus necesidades. Enterraban la pieza sucia igual que enterrábamos nuestros excrementos diarios, como hacen los gatos.

Ocasionalmente, sin embargo, había advertido que una mujer volvía del desierto con algo en la palma de la mano, que llevaba a Mujer que Cura. Esta abría el extremo superior de su largo tubo. Observé que estaba forrado de las hojas de plantas que usaron para curarme los pies llagados y las quemaduras del sol. Mujer que Cura metió dentro el enigmático objeto. 

Las pocas veces que me acerqué, me llegó un insoportable hedor. Finalmente descubrí lo que guardaban en secreto: grandes coágulos de sangre expulsados por las mujeres.

Aquel día Mujer que Cura no abrió el extremo superior del tubo, sino el inferior. No salió ningún tufo. No desprendía ningún mal olor. La mujer apretó el tubo con la mano y surgió una brea negra, espesa y reluciente, que utilizó para unir los bordes desiguales de la herida. Literalmente los alquitranó, untando la sustancia por toda la superficie de la herida.

No hubo vendaje, ataduras, entablillado, muletas ni suturas.

Pronto se olvidó el accidente y nos ocupamos de la comida. 

Por la noche se hicieron turnos para colocar la cabeza de Gran Rastreador de Piedras sobre el regazo, de modo que viera mejor desde el lugar en que reposaba. 
También yo hice un turno. 
Quería tocarle la frente y comprobar si tenía fiebre. 
Además quería tocar y estar cerca de una persona que, al parecer, había aceptado ser demostración viviente de sus métodos de curación en mi honor. Cuando tenía su cabeza en mi regazo, alzó la vista hacia mí y me guiñó un ojo.

A la mañana siguiente, Gran Rastreador de Piedras se levantó y caminó con nosotros. No cojeaba en absoluto. 

Me habían dicho que el ritual practicado reduciría el trauma óseo y evitaría que se inflamara la pierna. Era cierto. 
Durante varios días la examiné de cerca y observé cómo se secaba la negra sustancia natural y empezaba a desprenderse. Al cabo de cinco días había desaparecido; sólo quedaban unas delgadas cicatrices en el sitio por donde había salido el hueso. ¿Cómo podía aquel hombre, que pesaba unos sesenta y cinco kilos, apoyarse en aquel hueso completamente partido, sin muleta y sin que le volviera a salir de sopetón por el agujero? Estaba maravillada. Sabía que los miembros de la tribu gozaban de muy buena salud en general, pero además parecían poseer un talento especial para resolver las urgencias.

Los que poseían talento para curar no habían estudiado nunca bioquímica ni patología, pero poseían las credenciales de la verdad, la intención y el compromiso con el bienestar físico.

Mujer que Cura me preguntó: -¿Comprendes cuánto tiempo implica «para siempre»?

-Sí -repliqué-. Lo comprendo.

-¿Estás segura?

-Sí, estoy segura.

-Entonces podemos decirte algo más. Todos los humanos son espíritus que sólo están de paso en este mundo. 

Todos los espíritus son seres que existen para siempre. 
Todos los encuentros con otras personas son experiencias y todas las experiencias son relaciones para siempre. 
Los Auténticos cierran el círculo de cada experiencia. 
No dejamos cabos sueltos como los Mutantes. 
Si te alejas con malos sentimientos en el corazón hacia otra persona y ese círculo no se cierra, se repetirá más adelante. 
No lo sufrirás una sola vez sino una y otra hasta que aprendas. Es bueno observar, aprender y almacenar la experiencia para ser más sabios. Es bueno dar las gracias, dejarlo bendecido, como vosotros decís, y alejarse luego en paz.

Yo no sé si el hueso de la pierna de aquel hombre se curó rápidamente o no. No tenía rayos X a mano para examinarlo antes y después, y él no era un superhombre, pero a mí no me importó. No sufrió. No le quedaron secuelas, y en lo que concernía a los demás, la experiencia había terminado. Nos alejamos en paz, y era de esperar que un poco más sabios.

El círculo se había cerrado. No se gastaron más energías, tiempo ni atención en él.

Outa me dijo que ellos no habían provocado el accidente. 

Sólo habían pedido que, si era por el supremo bien de la vida en todas partes, estaban abiertos a una experiencia con la que yo pudiera aprender en la práctica sus métodos de curación. 
No sabían si se presentaría la oportunidad ni a quién podría tocarle, pero estaban dispuestos a ofrecérmela como experiencia. Cuando se produjo, se sintieron agradecidos una vez más por el don que habían podido compartir con la Mutante foránea.

También yo estaba agradecida aquella noche por la oportunidad de conocer las misteriosas mentes vírgenes de aquellos humanos a los que llamaban incivilizados. 

Quería aprender más cosas sobre sus técnicas de curación, pero no deseaba la responsabilidad de añadir nuevos retos a sus vidas. Tenía muy claro que la supervivencia en el Outback era un reto más que suficiente.

Tendría que haber comprendido que ellos me leían la mente y que sabían lo que pedía antes de expresarlo. Aquella noche hablamos largo y tendido sobre la relación entre el cuerpo físico, la parte eterna de nuestra existencia y un nuevo aspecto que no habíamos tocado antes: el papel de los sentimientos y las emociones en la salud y el bienestar.

Ellos creen que sólo las emociones tienen una verdadera importancia; se quedan grabadas en cada célula del cuerpo, en el núcleo de personalidad, en la mente y en el ser eterno. 

Así como ciertas religiones hablan de la necesidad de alimentar al hambriento y dar agua al sediento, aquella tribu decía que el alimento y el líquido que se dan y la persona que los recibe no son esenciales. Lo que cuenta es el sentimiento que se experimenta cuando se entrega uno con sinceridad y afecto. Dar agua a una planta o a un animal moribundos, o dar ánimos a una persona, proporciona tanta sabiduría sobre la vida y nuestro Creador como dar de beber a una persona sedienta. Cada uno de nosotros abandona este plano de la existencia con una tarjeta de puntuación, por así decirlo, en la que se refleja momento a momento el modo en que se han dirigido las propias emociones. Son los sentimientos invisibles e incorpóreos que llenan nuestra parte eterna los que marcan la diferencia entre los buenos y los menos buenos. 
La acción es tan sólo un canal mediante el que se permite expresar y experimentar el sentimiento, la intención.

Para devolver el hueso a su sitio, los dos médicos nativos habían enviado pensamientos de perfección al cuerpo. 

Cabeza y corazón habían desempeñado un papel tan importante como el de las manos. El paciente estaba abierto y receptivo al bienestar y creía en un estado de restablecimiento total e inmediato. 
Ante mi asombro, lo que para mí era milagroso, desde la perspectiva de la tribu era obviamente normal. 
Empecé entonces a preguntarme hasta qué punto en Estados Unidos el sufrimiento, debido a enfermedad y experimentado por el paciente, se debía a una predeterminación emocional, no a nivel consciente, por supuesto, sino a cierto nivel del subconsciente.

¿Qué ocurriría en Estados Unidos si los médicos pusieran tanta fe en la capacidad curativa del cuerpo humano como la que tienen en las drogas? Cada vez valoraba más la importancia del vínculo entre médico y paciente. Si el médico no cree que la persona se va a recuperar, esa misma incredulidad puede dar al traste con su trabajo. Aprendí hace mucho tiempo que cuando un médico le dice a un paciente que no tiene cura, lo que en realidad quiere decir es que no tiene información para curarlo. No significa que no exista cura. Si cualquier otra persona ha superado alguna vez esa misma enfermedad, es evidente que el cuerpo humano tiene la capacidad para curarla. En mis largas conversaciones con Hombre Medicina y Mujer que Cura, descubrí una nueva e increíble perspectiva sobre la salud y la enfermedad. «Curar no tiene absolutamente nada que ver con el tiempo -me dijeron-. Tanto la salud como la enfermedad se producen en un instante.» 

Según yo interpretaba estas palabras, el cuerpo es un conjunto, bueno y saludable a nivel celular, pero de repente se produce el primer desarreglo o anomalía en una parte de una célula. Pueden pasar meses o años antes de que se identifiquen los síntomas o se establezca el diagnóstico. 
Y la curación es el proceso inverso. Uno está enfermo y su salud va decayendo; según la sociedad en la que viva, recibirá un tipo u otro de tratamiento. En un momento el cuerpo detiene su declive e inicia la primera etapa de su recuperación. 
La tribu de los Auténticos cree que no somos víctimas al azar de una mala salud, sino que nuestro cuerpo es el único medio que tiene nuestro nivel superior de conciencia para comunicarse con nuestra conciencia personal. 
Con su declive, el cuerpo nos da la oportunidad de mirar en derredor y analizar las heridas que son realmente importantes y que hemos de reparar: las relaciones en crisis, las brechas abiertas en nuestro sistema de valores, los tumores amurallados del miedo, la fe erosionada en nuestro Creador, las emociones insensibilizadas que impiden el perdón, y tantas otras cosas.

Yo pensé en los médicos norteamericanos que trabajan ahora con las imágenes mentales positivas para tratar a los enfermos de cáncer. En su mayoría no son bien vistos por el resto de sus colegas. Lo que intentan explorar es demasiado «nuevo». 

Ante mí tenía el ejemplo de los seres humanos más antiguos de la Tierra, que usaban técnicas transmitidas de generación en generación y que me habían demostrado su valor. 
Sin embargo, nosotros, la llamada sociedad civilizada, no queremos utilizar la transmisión de pensamientos positivos porque tememos que sea tan sólo una moda, y convenimos prudentemente en que sería mejor esperar un tiempo y ver cómo funciona bajo ciertas condiciones. Cuando un Mutante en estado crítico ha recibido ya todos los tratamientos que le puede ofrecer la medicina y está al borde de la muerte, el médico le dice a la familia que ha hecho cuanto estaba a su alcance. 
Es cierto, cuántas veces habré oído el comentario: «Lo siento, no podemos hacer nada más. Ahora está en manos de Dios». Es curioso que nos suene a cosa del pasado.

No creo que los Auténticos sean superhombres por el modo en que tratan accidentes y enfermedades. Creo sinceramente que todo lo que ellos hacen tiene una explicación científica.

El hecho es que nosotros construimos máquinas para que realicen ciertas técnicas, y los Auténticos son la prueba de que pueden llevarse a cabo sin aparatos eléctricos.

La humanidad explora a la aventura y con gran esfuerzo, pero en el continente australiano se aplican las más refinadas técnicas médicas a unos miles de kilómetros tan sólo de las antiguas prácticas que han salvado vidas desde tiempos inmemoriales. Tal vez un día se unirán y se completará el círculo del conocimiento.

¡Qué día para una celebración mundial!

Extracto de: LAS VOCES DEL DESIERTO - MARLO MORGAN
 

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LAS VOCES DEL DESIERTO MARLO MORGAN (SALSA)


Salsa.

No corría el más mínimo soplo de aire, así que notaba incluso el vello que me iba creciendo en las axilas. También notaba que los callos de las plantas de los pies se me estaban haciendo cada vez más gruesos a medida que se iban secando capas más profundas de piel.

Nuestra caminata se interrumpió bruscamente. Nos detuvimos en el lugar en que dos palos cruzados habían señalado una tumba en otro tiempo.

El recordatorio ya no se sostenía derecho; las ataduras se habían podrido. Ahora sólo quedaban dos ramas viejas, una larga y otra corta.

Hacedor de Herramientas recogió las ramas, sacó una fina tira de piel de su vistosa dilli (1) y reconstruyó la cruz usando el tejido animal con precisión profesional. 

Varias personas recogieron grandes rocas esparcidas en las cercanías y las colocaron formando un óvalo sobre la arena. 
El recordatorio de la tumba quedó entonces anclado a la tierra.

-¿Es una tumba de la tribu? -pregunté a Outa.

-No -me contestó-. Albergaba a un Mutante. Hace muchos, muchos años que está aquí; olvidada desde hace tiempo por su gente y posiblemente incluso por el superviviente que la cavó.

-Entonces, ¿por qué la arreglan? -inquirí.

-¿Y por qué no? No comprendemos vuestras costumbres, no estamos de acuerdo con ellas ni las aceptamos, pero no ?Las juzgamos tampoco. Honramos vuestra posición en el mundo. Estáis donde se supone que debéis estar, dadas vuestras alternativas pasadas y vuestra libre voluntad actual para tomar decisiones. Este lugar nos sirve a nosotros para el mismo propósito que cualquier otro lugar sagrado. 

Es un momento para detenerse a reflexionar, a confirmar nuestra relación con la Divina Unidad y con toda la vida. 
No queda nada ahí, ¿sabes?, ni siquiera los huesos. Pero mi nación respeta a tu nación. Bendecimos el lugar, lo liberamos y nos volvemos mejores porque hemos pasado por aquí.

Esa tarde me entregué a una meditación para examinar con todo cuidado los escombros de mi pasado. Fue un trabajo sucio, aterrador, peligroso incluso. Había defendido montones de viejas costumbres y creencias por interés personal. ¿Me habría detenido yo a reparar una tumba judía o budista? Recordaba que me había puesto nerviosa en un atasco de tráfico provocado por la gente que abandonaba un templo religioso. ¿Sería capaz ahora de mostrar la comprensión necesaria para guardar mi equilibrio, mostrarme imparcial y permitir a los demás que siguieran su propio camino con mis bendiciones? Empezaba a comprender:

Automáticamente le damos algo a cada persona que conocemos, pero elegimos lo que queremos dar. Nuestras palabras, nuestros actos, deben crear el escenario para la vida que deseamos llevar.

De repente sopló una ráfaga de viento. El aire me lamió la piel dolorida, como la lengua rasposa de un gato. Apenas duró unos segundos, pero en cierto modo supe que no iba a ser fácil honrar tradiciones y valores que no comprendía y con los que no estaba de acuerdo, pero también que me reportaría inmensos beneficios.

Por la noche, bajo un cielo dominado por la luna llena, nos congregamos en torno a la fogata del campamento. 

Un resplandor naranja nos teñía el rostro, y la conversación derivaba hacia el tema de la comida. Era un diálogo abierto. Ellos me preguntaron y yo respondí cuanto me fue posible. Escucharon cada una de mis palabras. 
Les hablé de las manzanas, de cómo creábamos híbridos, hacíamos compota o la tradicional tarta. Ellos me prometieron buscarme manzanas silvestres para que las probara. 
Aprendí que los Auténticos eran esencialmente vegetarianos. Durante siglos habían comido frutas, ñames, bayas, frutos secos y semillas silvestres. Ocasionalmente añadían pescado y huevos a su dieta, cuando tales artículos se presentaban con el propósito de honrar su existencia, de formar parte del cuerpo del aborigen.

Ellos prefieren no comer cosas que tengan «cara». Siempre han molido el grano, y sólo cuando los empujaron desde la costa hacia el Outback se hizo necesaria la ingestión de carne.

Les describí un restaurante y el modo en que se servían las comidas en platos decorados.

Mencioné la salsa. La idea resultó confusa para ellos. 

¿Por qué cubrir la carne con salsa? 
Así que acepté hacerles una demostración. 
Desde luego no tenía la cacerola adecuada. 
Hasta entonces nuestra cocina había consistido en trozos pequeños de carne, que solían colocarse sobre la arena después de apartar las ascuas a un lado. 
Algunas veces la carne se clavaba en espetones apoyados en palos. Ocasionalmente se hacía una especie de estofado con carne, vegetales, hierbas y la preciosa agua. 
En el campamento hallé una piel de las que usábamos para dormir; era suave y sin pelo, y con ayuda de Maestra en Costura conseguimos unos bordes curvos. 
Ella siempre llevaba una bolsa especial alrededor del cuello; contenía agujas de hueso y tendones. 
Yo derretí grasa animal en el centro, y cuando quedó líquida añadí un poco de polvo del que habían molido antes, además de hierba de las salinas, una pepita de pimienta picante, triturada, y finalmente agua. Cuando espesó, la eché por encima de la carne troceada que habíamos servido antes, y que era de una criatura muy extraña llamada clamidosauro de King, un lagarto con una membrana en torno al cuello en forma de pechera.

La salsa provocó nuevas expresiones faciales y comentarios de todos los que la probaron, pero mostraron mucho tacto. En aquel momento mi memoria retrocedió quince años.

Yo me había inscrito para la elección de Señora América, y me había encontrado con que una parte del concurso nacional consistía en presentar una receta original a la cazuela. 

Cada día, durante dos semanas, estuve preparando platos a la cazuela. Catorce cenas consecutivas las dedicamos a comer y valorar el sabor, aspecto y textura de cada nuevo plato, en busca de un posible ganador. Mis hijos no se negaron nunca a comer, pero pronto se convirtieron en maestros en el arte de decir con tacto lo que pensaban. Tuvieron que soportar algunos sabores muy poco convencionales para apoyar a su madre. Cuando gané el título de «Señora Kansas», ambos gritaron para celebrarlo: «¡Hemos superado el Desafío de la Cazuela!».

En el desierto veía la misma expresión de mis hijos en el rostro de mis compañeros. Nos divertíamos con casi todo lo que hacíamos, y aquello también provocó grandes risas. 

Pero su búsqueda espiritual está tan presente en todas sus actividades que no me sorprendí cuando alguien comentó que la salsa era un símbolo del sistema de valores de los Mutantes. En lugar de vivir la verdad, los Mutantes permiten que las circunstancias y condiciones entierren una ley universal bajo una mezcla de conveniencia, materialismo e inseguridad.

Lo más interesante de sus comentarios y observaciones fue que nunca me sentí criticada ni juzgada. Ellos no juzgaban jamás que mi gente estuviera equivocada y que su tribu tuviera la razón. Era más bien como un adulto afectuoso observando a un niño que lucha por ponerse el zapato izquierdo en el pie derecho. ¿Quién dice que no se puede recorrer un buena distancia caminando con los zapatos cambiados? Tal vez haya una valiosa lección en los juanetes y las ampollas, pero es un sufrimiento que a un ser mayor y más sabio le parece ciertamente innecesario.

También hablamos de los pasteles de cumpleaños y el sabroso glaseado. La analogía que establecieron con el glaseado me pareció muy convincente. Parecía simbolizar todo el tiempo que pierden los Mutantes en objetivos artificiales, hueros, temporales, decorativos y edulcorados en el espacio de una generación, de modo que en realidad son muy escasos los momentos de su vida que dedican a descubrir quiénes son y cuál es su ser eterno.

Cuando les hablé de las fiestas de cumpleaños, me escucharon atentamente. Hablé del pastel, de las canciones, de los regalos, y de la nueva vela que se incorpora cada año.

-¿Para qué lo hacéis? -me preguntaron-. Para nosotros una celebración significa algo especial.

Pero no hay nada especial en hacerse viejo. No exige ningún esfuerzo. Ocurre, simplemente.

-Si no celebráis que os hacéis mayores -dije yo-, ¿qué celebráis?

-Que nos volvemos mejores -fue la respuesta-. Lo celebramos si este año somos personas mejores y más sabias que el año pasado. Sólo uno mismo puede saberlo, así que eres tú quien debe decirle a los demás cuándo ha llegado el momento de celebrar la fiesta.

«Vaya, vaya -pensé-, eso es algo que debo recordar.»

Es realmente asombrosa la cantidad de comida silvestre nutritiva que hay disponible y el modo en que aparece cuando la necesitan. El aspecto de las regiones áridas, que parecen inhóspitas, es engañoso. En el suelo yermo hay semillas con vainas muy gruesas. Cuando llegan las lluvias, las semillas enraízan y el paisaje se transforma. Aun así, al cabo de unos pocos días las flores han completado el ciclo de su existencia, los vientos esparcen las semillas y la tierra vuelve a su estado áspero y agostado.

En diferentes lugares del desierto, en regiones más cercanas a la costa y en las zonas del norte, más tropicales, disfrutamos de comidas copiosas utilizando una especie de judías.

Hallamos fruta y una miel estupenda para nuestro té de corteza de sasafrás silvestre. En otro lugar pelamos la corteza de los árboles. La utilizamos para abrigamos, envolver comida y masticarla por sus propiedades aromáticas que aclaran las congestiones de cabeza.

Muchos arbustos tienen hojas con las que pueden hacerse aceites medicinales con los que tratar invasiones bacterianas. Actúan como astringentes que liberan al cuerpo de infecciones y parásitos estomacales. El látex, el fluido que contienen los tallos de algunas plantas y ciertas hojas, sirve para eliminar verrugas, callos y duricias. Los aborígenes disponen incluso de alcaloides, como la quinina. Se estrujan plantas aromáticas y se mojan en agua hasta que el fluido cambia de color. 

Luego se frotan el pecho y la espalda con él. Si se calienta, se inhala el vapor. Al parecer sirven para limpiar la sangre, estimular las glándulas linfáticas y como ayuda para el sistema inmunológico. Existe un pequeño árbol semejante al sauce que tiene muchas de las propiedades de la aspirina. 
Se toma para malestares internos, para el dolor producido por torceduras o fracturas, así como para aliviar dolores y punzadas menos importantes de músculos y articulaciones. También es eficaz contra las erosiones de la piel. 
Otras cortezas se utilizan para diarreas, y con la resina de algunas otras, disuelta en agua, se hace jarabe para la tos.

En general, aquella tribu aborigen era extraordinariamente saludable. Más tarde conseguí identificar algunos de los pétalos de flores que comíamos por su acción contra la bacteria de la fiebre tifoidea. Me preguntaba si tal vez así reforzaban su sistema inmunológico, de modo muy parecido al de nuestras vacunas. Lo que sí sé es que el cuesco de lobo australiano, una variedad de hongo muy grande, contiene una sustancia anticancerígena llamada calvacina, actualmente en estudio. También tienen una sustancia antitumoral llamada acronicina, que se encuentra en una corteza.

Los aborígenes descubrieron las extrañas propiedades del solano australiano hace siglos.

La medicina moderna obtiene de él el esteroide solasodina, que se utiliza para los anticonceptivos orales. 

El Anciano me advirtió que ellos están seguros de que las nuevas vidas que llegan al mundo deben hacerlo por decisión propia, con el propósito de amarlas y darles la bienvenida. 
Una nueva vida para la tribu de los Auténticos ha sido siempre, desde el principio de los tiempos, un acto creativo consciente.
El nacimiento de un niño significa que han proporcionado un cuerpo terrenal a un alma compañera. Al contrario que nuestra sociedad, ellos no esperan siempre que los cuerpos aparezcan sin defectos. Es la joya invisible que se lleva en el interior la que carece de defectos y da, al tiempo que recibe, ayuda en el proyecto común de las almas para refinarse y mejorar.

Yo tuve la impresión de que si ellos rezaran a nuestro modo, no sería para pedir por el niño abortado sino por el niño no deseado. Todas las almas que deciden experimentar la existencia humana serán honradas, si no a través de un padre y unas circunstancias determinadas, a través de otro, en otro tiempo. 

El Anciano me comentó que el promiscuo comportamiento sexual de ciertas tribus, sin tomar en consideración el nacimiento resultante, era tal vez el mayor retroceso que había dado la humanidad. Ellos creen que el espíritu entra en el feto cuando anuncia su presencia al mundo mediante el movimiento. Para ellos un niño que nace muerto es un cuerpo que no albergaba ningún espíritu.

Los Auténticos han localizado también una planta silvestre del tabaco. Utilizan las hojas para fumar en pipa en ocasiones especiales. Ellos siguen usando el tabaco como una sustancia única y rara, porque no abunda, que puede producir una sensación de euforia y crear adicción.

Se utiliza simbólicamente para saludar a los visitantes o iniciar reuniones. Yo encontré cierta similitud entre su respeto por la planta del tabaco y las tradiciones de los indios americanos.

Mis amigos hablaban a menudo de la tierra que pisábamos, recordándome que era el polvo de nuestros antepasados. 

Ellos decían que en realidad las cosas no mueren, sólo se transforman.

Hablaron del cuerpo humano, que vuelve a la tierra para servir de alimento a las plantas, que a su vez son la única fuente de oxígeno para los humanos. Parecían ser mucho más conscientes del valor de las moléculas de oxígeno que necesitan todos los seres vivientes que la inmensa mayoría de la gente norteamericana que conozco.

Los miembros de la tribu de los Auténticos tienen una vista increíble. El pigmento rutina, que se encuentra en diversas plantas autóctonas, es una aceptable sustancia química que se usa en drogas oftalmológicas para combatir la fragilidad de los capilares y vasos sanguíneos del ojo. Al parecer, a lo largo de los miles de años en los que los aborígenes fueron los únicos habitantes de Australia, supieron descubrir los efectos que producían los alimentos en el cuerpo.

Uno de los problemas de comer lo que crece de forma silvestre es que existen múltiples plantas venenosas. Ellos reconocen de inmediato lo que supera los límites permisibles. Han aprendido a eliminar las partes venenosas, pero me contaron con tristeza que algunas de las ramas del tronco de la raza aborigen, que habían vuelto al comportamiento agresivo, eran conocidas por utilizar el veneno contra enemigos humanos.

Cuando ya llevaba cierto tiempo viajando con el grupo, empezaron a aceptar mis preguntas como una parte realmente necesaria para mi comprensión personal. Abordé también el tema del canibalismo. Yo había leído los relatos que se hacían en los libros de historia y había oído bromas de mis amigos australianos con referencia a los aborígenes que se comían a la gente, incluso a sus propios hijos recién nacidos. «¿Era eso cierto?», pregunté.

Sí. Desde el alba de los tiempos, los humanos han experimentado con todas las cosas.

Tampoco allí, en aquel continente, se había podido evitar. Ciertas tribus aborígenes tuvieron reyes, hubo también gobernantes femeninos, otras raptaron a personas de grupos diferentes, y otras comieron carne humana. 

Los Mutantes matan y se van, dejando el cadáver para que se encarguen de él. Los caníbales mataban y usaban el cuerpo para alimentarse. El propósito de un grupo no es mejor ni peor que el del otro. Matar a un ser humano, tanto si es para protegerse como para vengarse, por conveniencia o para comer, es siempre lo mismo. No matar a ninguno es lo que diferencia a los Auténticos de las criaturas humanas mutantes.

«No hay moral en la guerra -dijeron-. Pero los caníbales jamás mataron en un día más de lo que podían comer. 

En vuestras guerras se matan miles de personas en unos minutos. Tal vez sería bueno sugerir a vuestros líderes que ambos bandos de vuestras guerras acordaran sólo cinco minutos de combate. Luego deberían permitir a los padres acudir al campo de batalla para recoger los cuerpos y miembros de sus hijos, llevárselos a casa, llorarlos y enterrarlos. Después de eso, podrían acordarse otros cinco minutos de batalla, o quizá no. Es difícil hallar sentido a lo absurdo.»

Esa noche, tumbada sobre la fina piel que impedía el contacto de mi boca y ojos con la tierra de arenisca, pensé en el largo camino recorrido por la humanidad en muchos aspectos, y en cuánto nos hemos desviado del rumbo correcto en muchos otros.

Extracto de: LAS VOCES DEL DESIERTO - MARLO MORGAN

(1) Dilli no tiene traducción exacta.
Es una palabra nativa para designar las bolsas de fibras vegetales y corteza de árbol tejidas por los aborígenes. (N. de la T.)
 

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LAS VOCES DEL DESIERTO MARLO MORGAN (JOYAS)



Joyas.

Sólo cuando se haya talado el último árbol, sólo cuando se haya envenenado el último río, sólo cuando se haya pescado el último pez; sólo entonces descubrirás que el dinero no es comestible.

PROFECÍA DE LOS INDIOS CREE

Cuanto más nos adentrábamos en el desierto, más calor hacía. Y cuanto más calor hacía, más parecían desaparecer la vegetación y toda forma de vida. Caminábamos por un terreno básicamente de arena, con apenas unas cuantas matas de tallos altos, secos y muertos. 

No había nada a lo lejos, no se veían montañas ni árboles, nada. Era un día arenoso, de arena y hierbas arenosas.

Aquel día empezamos a transportar una lumbre. 

Se trataba de un palo de madera que se mantenía incandescente, agitándolo con suavidad. 
En el desierto, donde la vegetación es un bien tan preciado, se utiliza cualquier cosa que se encuentre para garantizar la supervivencia.

La lumbre se utilizó para encender la hoguera del campamento por la noche, cuando empezaron a escasear las hierbas secas. También observé que los miembros de la tribu recogían los escasos excrementos que dejaban las criaturas del desierto, sobre todo los de dingo, que resultaron ser un potente combustible inodoro.

Me recordaron que todo el mundo tiene diversas aptitudes. Ellos se pasaban la vida explorándose a sí mismos como personas que hacían música, curaban, cocinaban, contaban historias y se daban nuevos nombres con cada mejora personal. Yo empecé a contribuir en la exploración de mis aptitudes para la tribu, refiriéndome a mí misma burlonamente como Recolectora de Excrementos.

Aquel día una preciosa jovencita se acercó a la maleza y emergió como por arte de magia con una hermosa flor amarilla de largo tallo. Se ató el tallo alrededor del cuello de tal modo que la flor le colgara sobre el pecho como una joya valiosa. 

Los miembros de la tribu se reunieron en torno a ella y le dijeron que estaba preciosa, y que había hecho una maravillosa elección. Se pasó el día recibiendo cumplidos. Yo notaba que resplandecía porque se sentía especialmente guapa.

Mientras la contemplaba recordé un incidente acaecido en mi consultorio justo antes de abandonar Estados Unidos. Me visitó una paciente que sufría de un grave síndrome de estrés.

Cuando le pregunté qué estaba ocurriendo en su vida, me contó que su compañía aseguradora había aumentado la prima por uno de sus collares de diamantes en ochocientos dólares.

Alguien de Nueva York le había garantizado que podría hacerle un duplicado exacto del collar con piedras falsas. 

Iba a coger un avión, permanecería allí mientras se lo hicieran, y luego volvería para meter los diamantes en la cámara acorazada de un banco. Con esto no eliminaría la cuantiosa prima del seguro ni la necesidad de tenerlo, puesto que ni siquiera en la mejor cámara acorazada de un banco se puede garantizar una seguridad absoluta, pero la prima se reduciría considerablemente.

Recuerdo que le pregunté por un baile anual que debía celebrarse en breve. La mujer contestó que la imitación estaría lista para entonces y que pensaba llevarla.

Al final de nuestro día en el desierto, la muchacha de la tribu de los Auténticos depositó la flor en el suelo y la devolvió a la madre tierra. Había servido a su propósito. Estaba muy agradecida por ello y había conservado el recuerdo de toda la atención recibida durante el día.

Era la confirmación de su atractivo personal, pero no se había apegado al objeto en sí. La flor se marchitaría, moriría y volvería a convertirse en humus y a reciclarse una vez más.

Pensé en mi paciente. Luego miré a la joven aborigen. Su joya tenía un significado; la nuestra un valor monetario.

Pensé que realmente alguien en este mundo había equivocado el sistema de valores, pero no creía que fueran aquellos seres primitivos, en la tierra de Australia, llamada de Nunca Jamás.

Extracto de: LAS VOCES DEL DESIERTO - MARLO MORGAN
 

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LAS VOCES DEL DESIERTO MARLO MORGAN (Un sombrero para el Outback.)


Un sombrero para el Outback.

El único modo de superar una prueba es realizarla. 

Es inevitable.

EL ANCIANO CISNE NEGRO REAL

# El término Outback se refiere a regiones rurales y remotas de un país, pero sobre todo a las zonas desérticas del interior de Australia y Nueva Zelanda.

Las moscas en el Outback son horrendas. 

Los enjambres aparecen con los primeros rayos de sol. 
Infestan el cielo, volando en bandadas ingentes. 
Tenían el aspecto de un tornado de Kansas, y sonaban igual.

Era inevitable que comiera y respirara moscas. Se me metían en las orejas y por la nariz, me arañaban los ojos e incluso conseguían penetrar entre los dientes hasta la garganta. 

Tenían un repugnante sabor dulzón cuando me daban arcadas y me atragantaba. Se me pegaban al cuerpo, así que, al mirarme, parecía que llevaba una especie de armadura negra movible. No mordían, pero estaba demasiado ocupada sufriendo para darme cuenta. Eran tan grandes y veloces, y había tantas, que era prácticamente insoportable. Lo que más sufría eran los ojos.

La gente de la tribu tiene un sexto sentido para detectar dónde y cuándo aparecerán las moscas. Cuando ven u oyen a los insectos que se acercan, se detienen al instante, cierran los ojos y permanecen inmóviles con los brazos inertes a los costados.

De ellos fui aprendiendo a ver el lado positivo de casi todos los seres con los que nos topábamos, pero las moscas habrían sido mi perdición si no me hubieran rescatado. De hecho, fue la más penosa prueba que he soportado jamás. Llegué a comprender perfectamente que una persona cubierta por millones de patas de insectos en movimiento pudiera volverse loca.

Por pura suerte no me sucedió a mí.

Una mañana me abordaron tres mujeres. Se acercaron y me pidieron unos mechones de cabello, que procedieron a arrancarme. Hace treinta años que me tiño el pelo, así que cuando me adentré en el desierto lo tenía de color castaño claro. Lo llevaba largo, aunque siempre recogido. Después de las semanas de caminata, sin que me lo hubiera lavado, cepillado ni peinado, no sabía qué aspecto debía tener. 

Ni siquiera habíamos visto una superficie de agua lo bastante clara como para que nos viéramos reflejados. Imaginaba tan sólo una masa enmarañada y sucia. Llevaba la cinta que Mujer Espíritu me había dado para que no me cayera sobre los ojos.

Las mujeres olvidaron su idea inicial cuando descubrieron que bajo el pelo rubio me crecían raíces oscuras. Echaron a correr para informar al Anciano. Este era un hombre de mediana edad, tranquilo, de fuerte complexión, casi atlética. En el poco tiempo que habíamos estado viajando juntos yo había tenido ocasión de observar cuán sinceramente hablaba con los miembros de la tribu y les daba las gracias sin vacilar por la ayuda que hubieran aportado al grupo. 

Era fácil de comprender por qué ocupaba el lugar de jefe.

El Anciano me recordaba a otra persona. Años antes me encontraba en el vestíbulo de la Southwestern Bell de St. Louis. El portero, que se afanaba en fregar el suelo de mármol, me había permitido entrar para resguardarme de la lluvia mientras esperaba. Un largo coche negro se detuvo delante. 

El presidente de la Texas Bell se apeó del vehículo y entró. 
Me saludó con la cabeza, al darse cuenta de mi presencia, y le dio los buenos días al portero que limpiaba. Luego le dijo lo mucho que apreciaba su dedicación, y que tenía la confianza de que su edificio siempre estaría resplandeciente para cualquiera que entrara, aunque se tratara de los más altos dignatarios del país, gracias a su empleado. Yo sabía que no lo decía por decir, sino que era muy sincero. Aunque yo sólo era espectadora, sin embargo percibí el orgullo que irradiaba el rostro del portero. Aprendí en aquel momento que los auténticos líderes tienen algo que trasciende las fronteras. Mi padre solía decirme: «Las personas no trabajan para una empresa, trabajan para otras personas». En las acciones del Anciano de la Tribu del Outback hallé los rasgos de un auténtico líder.

Después de acercarse para observar el extraño espectáculo de la Mutante rubia con raíces oscuras en el pelo, el Anciano permitió que los otros echaran un vistazo a la maravilla. 

Todos los ojos parecieron iluminarse y todos sonrieron de placer. Outa me explicó que sonreían porque a sus ojos me estaba volviendo más parecida a los aborígenes.

Finalizada la diversión, las tres mujeres reanudaron su tarea, que consistía en trenzar con semillas, huesos pequeños, vainas, hierbas y el tendón de un canguro, los mechones arrancados. 

Al terminar me coronaron con la más compleja cinta para el pelo que he visto jamás. En toda su longitud, y hasta la altura de la barbilla, me colgaban largos mechones que sujetaban los objetos entrelazados. Me explicaron que esta idea nativa para protegerse contra las moscas había servido como modelo para los sombreros de pesca australianos con flotadores de corcho, utilizados habitualmente por los aficionados a la pesca.

Cuando tropezamos con un enjambre de moscas ese mismo día, mi tocado de semillas se convirtió literalmente en un regalo del cielo.

Otro día en que nos acosaba una avalancha de insectos voladores y mordedores, me untaron con aceite de serpiente y cenizas de la fogata del campamento y me hicieron rodar por la arena. Esa combinación espantó a aquellos pequeños bichos. Valía la pena tener que caminar con aspecto de payaso embadurnado, pues sentir que las moscas se me metían en las orejas y el zumbido de un insecto moviéndose en mi cabeza seguía siendo una experiencia infernal.

Pregunté a varios miembros del grupo cómo podían permanecer eternamente inmóviles, dejando que los insectos les cubrieran el cuerpo. Ellos se limitaron a sonreír. Luego me dijeron que el jefe Cisne Negro Real quería hablar conmigo.

-¿Comprendes cuánto tiempo implica un «para siempre»? -me preguntó-. Es mucho, mucho tiempo. Sabemos que en tu sociedad lleváis el tiempo en la muñeca y hacéis las cosas según un horario, así que yo pregunto, ¿comprendes cuánto tiempo implica un «para siempre»?

-Sí -le respondí-. Comprendo qué significa «para siempre».

Bien -continuó él-. Entonces podemos decirte algo más. 

Todo en la Unidad tiene un propósito. 
No hay monstruos, inadaptados ni accidentes. Sólo hay cosas que los seres humanos no comprenden. Tú crees que las moscas son malas, son un infierno, así que para ti lo son, pero sólo porque te faltan entendimiento y sabiduría. Lo cierto es que son criaturas necesarias y beneficiosas. Se meten en nuestras orejas y nos limpian la cera y la arena que tenemos después de dormir cada noche. ¿Te das cuenta de que nuestro oído es perfecto? Sí, se meten por nuestra nariz y también nos la limpian. 
Señaló mi nariz y dijo-: 
Tú tienes unos agujeros muy pequeños, no tienes la nariz de un gran koala como nosotros. Los días venideros van a ser mucho más calurosos y tú vas a sufrir si no tienes la nariz limpia. 
Con un calor extremo no se debe abrir la boca al aire libre. De todas las personas que necesitan una nariz limpia, tú eres la más necesitada. Las moscas se nos acercan y se pegan a nuestro cuerpo y nos quitan todo lo que se elimina. 
Extendió un brazo y prosiguió-: Mira lo suave y lisa que es nuestra piel, y fíjate en la tuya. Nunca habíamos conocido a una persona que cambiara de color sólo por caminar. Llegaste a nosotros de un color, luego te pusiste roja, y ahora se te está pelando la piel. Cada día que pasa te vuelves más pequeña.

Nunca habíamos visto a nadie que se dejara la piel en la arena como una serpiente.

Necesitas que las moscas te limpien la piel, y algún día iremos al lugar en que las moscas han depositado sus larvas y se nos volverá a proporcionar el alimento. 

Exhaló un profundo suspiro. Me miró con fijeza, y dijo-: 
Los seres humanos no pueden existir si eliminan todo lo que es desagradable en lugar de comprenderlo. Cuando llegan las moscas, nos rendimos a ellas. Tal vez tú estés preparada ya para hacer lo mismo.

La siguiente ocasión en que oí el zumbido de las moscas a lo lejos, desaté la cinta para la cabeza que llevaba sujeta a la cintura y la estudié, pero resolví hacer lo que mis compañeros sugerían. Así que cuando llegaron las moscas, me fui. 

Me fui a Nueva York con la imaginación, a un balneario superconfortable. Con los ojos cerrados sentía que alguien me limpiaba las orejas y la nariz. Me imaginé el diploma de aquel experto colgado de la pared sobre mi cabeza. Sentí cientos de diminutas bolas de algodón limpiando todo mi cuerpo. 
Por fin las criaturas se fueron y yo volví al Outback. 
Era verdad, la rendición es sin duda la respuesta correcta en ciertas circunstancias.

Me pregunté qué otras cosas en mi vida consideraba erróneas o difíciles, en lugar de explorarlas para comprender su auténtico propósito.

El hecho de no tener un espejo en todo ese tiempo pareció causar un impacto en mi conciencia. Era como caminar dentro de una cápsula con agujeros para ver. Yo siempre estaba mirando hacia fuera, a los demás, observando qué relación tenían con lo que yo estaba haciendo o diciendo. Por primera vez, me parecía que llevaba una vida totalmente honesta. No vestía cierta ropa, como se esperaba de mí en el mundo de los negocios. No me maquillaba.

Se me había pelado la nariz una docena de veces. No había fingimiento, ni confrontación de egos para acaparar la atención. En el grupo no se chismorreaba y nadie intentaba superar a nadie.

Sin un espejo que me devolviera espantada a la realidad, experimentaba la sensación de sentirme hermosa. Evidentemente no lo era, pero yo me sentía hermosa. 

La gente de la tribu me aceptaba tal cual, me hacía partícipe, única y maravillosa. Yo estaba aprendiendo cómo se siente una persona cuando la aceptan sin condiciones.

Aquel día me acosté sobre el colchón de arena con el estribillo infantil de Blancanieves, profundamente fijado en mi memoria, resonando en mi cabeza:

Dime, espejo, la verdad:
¿No es sin par mi gran beldad?

Extracto de: LAS VOCES DEL DESIERTO - MARLO MORGAN
 

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LAS VOCES DEL DESIERTO MARLO MORGAN




LAS VOCES DEL DESIERTO
MARLO MORGAN

Sinopsis

Marlo Morgan no tenía edad ni talante de aventuras, pero la realidad se le impuso con esa fuerza y ese poder que suelen transmitirnos las grandes experiencias. Así fue como la autora vivió una odisea fascinante: un viaje a pie por el desierto australiano en compañía de una tribu de aborígenes cuyas leyes de convivencia nada tienen en común con las nuestras.

El aprendizaje fue duro, pues a lo largo de esta extraña peregrinación la autora tuvo que desprenderse de sus antiguos hábitos para poder gozar al fin de una auténtica comunicación con la naturaleza.

Al coraje que demostró afrontando las penalidades del viaje, se sumó luego el esfuerzo de resumir las vivencias en esta obra.

Las voces del desierto alcanzó un gran éxito internacional, y la voz de Marlo Morgan sirve de guía a miles de personas en busca de un nuevo camino hacia la espiritualidad.

* Imperdible su lectora.
 


Telefonía sin hilos 

El hombre no teje la trama de la vida, no es más que una de sus hebras. Todo lo que le hace a la trama, se lo hace a sí mismo.

JEFE INDIO SEATTLE

Aquel día empezó relativamente igual que los precedentes, de modo que no tenía la menor idea de lo que me aguardaba. Desayunarnos, eso sí, cosa infrecuente. 

El día anterior habíamos topado en nuestro camino con una piedra de moler. Era una roca grande, oval, demasiado pesada sin duda para llevarla a cuestas; se dejaba al aire libre para que pudiera usarla cualquier viajero que tuviera la fortuna de disponer de semillas o grano. Las mujeres transformaban tallos de plantas en una fina harina que, mezclada con hierba salada y agua, servía para hacer tortas. Parecían pequeñas hojuelas.

Durante la plegaria matutina, vueltos hacia el este, dimos gracias por los bienes recibidos. Enviamos nuestro mensaje diario al reino de los alimentos.

Uno de los hombres más jóvenes se situó en el centro. 

Me explicaron que se había ofrecido para realizar una tarea especial ese día. Abandonó el campamento temprano y echó a correr por delante de nosotros. Llevábamos varias horas caminando cuando el Anciano se detuvo y cayó de rodillas. Todos se congregaron en torno suyo, mientras él permanecía arrodillado con los brazos extendidos, meciéndose levemente. Pregunté a Outa qué ocurría. El me indicó por señas que guardara silencio. Nadie hablaba, pero todos los rostros estaban atentos. Finalmente Outa se volvió hacia mí y me dijo que el joven explorador que nos había abandonado a primera hora estaba enviando un mensaje. Pedía permiso para cortarle la cola a un canguro que había matado.

Por fin comprendí por qué caminábamos siempre en silencio. Aquella gente se comunicaba la mayor parte del tiempo mediante telepatía, y yo era testigo presencial. No se oía ni un solo sonido, pero se estaban transmitiendo mensajes entre personas separadas por unos treinta kilómetros.

-¿Por qué quiere quitarle la cola? -inquirí.

-Porque es la parte más pesada del canguro y está demasiado enfermo para transportar el animal cómodamente. El canguro es más alto que él y nos está diciendo que el agua que se paró a beber estaba sucia y ha hecho que su cuerpo se caliente demasiado. Le salen gotas de líquido en el rostro.

Se envió una silenciosa respuesta telepática. Outa me advirtió que íbamos a acampar allí el resto del día. La gente empezó a cavar un hoyo en previsión de la enorme cantidad de alimento que nos iba a llegar. Otros empezaron a preparar hierbas medicinales siguiendo las instrucciones de Hombre Medicina y Mujer que Cura.

Varias horas después llegó el joven a nuestro campamento con la carga de un enorme canguro destripado y sin cola. 

El animal llevaba el vientre vaciado y cerrado con palos puntiagudos. Las entrañas habían servido de cuerda para atar juntas las cuatro patas. El joven había transportado los cincuenta kilos de carne sobre la cabeza y los hombros y transpiraba copiosamente. No cabía duda de que estaba enfermo. Yo me quedé mirando mientras los de la tribu se disponían a curarlo y a cocinar nuestra comida.

Primero colocaron el canguro sobre las llamas de una hoguera; el olor a piel quemada flotó por el aire como la niebla de Los Angeles. Le cortaron la cabeza y le rompieron las patas para poder sacar los tendones. Metieron el tronco en el hoyo, que contenía ascuas ardientes por todos lados. En una esquina del profundo hoyo pusieron un cuenco pequeño lleno de agua, del que sobresalía una larga caña vertical. Por encima apilaron más broza. De vez en cuando, y durante unas cuantas horas, la cocinera principal se inclinaba sobre el humo, soplaba por la larga caña y hacía que el agua se desbordara, produciendo vapor.

A la hora de comer sólo se habían asado unos cuantos centímetros de carne; el resto rezumaba sangre. Les dije que yo tenía que poner mi porción en un palo al estilo de los perritos calientes y cocinarlo. ¡Sin problemas! Rápidamente prepararon una horquilla al efecto.

Mientras tanto, el joven cazador recibía atención médica. Primero le dieron un bebedizo de hierbas. Los que se ocupaban de él le envolvieron después los pies en la arena fría del hoyo recién cavado. Me dijeron que si conseguían atraer el calor desde la cabeza hacia los pies, se equilibraría su temperatura corporal. A mí me sonó muy extraño, pero la fiebre disminuyó realmente. Las hierbas resultaron también eficaces en prevenir el dolor de estómago y las diarreas que yo esperaba que aparecieran como resultado de tan dura prueba.

Fue realmente extraordinario. De no haberlo visto con mis propios ojos no lo hubiera creído, sobre todo la comunicación mediante telepatía. Le expliqué a Outa cómo me sentía.

Este sonrió y me dijo:

-Ahora ya sabes cómo se siente un nativo la primera vez que va a la ciudad, ve meter una moneda en un teléfono, marcar un número y hablar con un pariente. Al nativo eso le parece increíble.

-Sí -repliqué-. Ambos métodos son buenos, pero el vuestro sin duda funciona mejor aquí, donde no tenemos ni viviendas ni cabinas telefónicas.

Imaginé que a mis compatriotas les iba a costar creerse lo de la telepatía mental.

Aceptarían fácilmente que en el mundo hubiera seres humanos que se comportaran con crueldad entre ellos, pero serían reacios a creer que en la Tierra hubiera personas que no fueran racistas, que vivieran juntas con una total compenetración y armonía, que descubrieran sus talentos únicos y propios y los honraran, como honran a todos los demás. Según Outa, la razón primordial por la que los Auténticos saben usar la telepatía es porque no mienten nunca.

No utilizan siquiera una pequeña invención, ni una verdad a medias, ni una grosera afirmación falaz. No mienten en absoluto, de modo que no tienen nada que ocultar. Son gentes que no tienen miedo a abrir sus mentes para recibir, y que están dispuestas a darse información mutuamente. Outa me explicó cómo funcionaba. Si un niño de dos años, por ejemplo, viera a otro niño jugando con alguna cosa (una roca tal vez, tirada por una cuerda), y ese niño intentara quitarle el juguete al otro, inmediatamente notaría que las miradas de todos los adultos se volvían hacia él. Aprendería entonces que se conocía su propósito de coger algo sin permiso y que no se aceptaba. 

El segundo niño aprendería también a compartir, aprendería a no aferrarse a los objetos. Este niño ya habría disfrutado y almacenado el recuerdo de la diversión, de modo que sería la emoción de la felicidad lo que desearía y no el objeto.

Los humanos estaban destinados a comunicarse mediante la telepatía. Las diferentes lenguas y los diversos alfabetos escritos son obstáculos que se eliminan cuando las personas utilizan la comunicación mental. Pero yo razonaba que eso jamás funcionaría en mi mundo, donde la gente roba a su empresa, defrauda a Hacienda y comete infidelidades. Mi gente no toleraría jamás una «mente abierta» en su sentido literal. 

Hay demasiados engaños, demasiado dolor, demasiada amargura que ocultar.

En cuanto a mí, ¿podía yo perdonar a todos los que consideraba que habían sido injustos conmigo? ¿Podía perdonarme a mí misma por todos los daños infligidos? Esperaba que algún día sería capaz de exponer mi mente, como los aborígenes, y quedarme mirando mientras otros examinaran abiertamente mis motivos.

Los Auténticos no creen que la voz estuviera destinada al habla. Para hablar se utiliza el núcleo corazón-cabeza. Cuando se usa la voz para hablar, uno tiende a enredarse en pequeñas conversaciones innecesarias y menos espirituales. La voz está hecha para cantar, para loar y para sanar.

Me dijeron que todo el mundo tiene múltiples talentos y que todos podemos cantar. La cantante que hay en mi interior no desaparecerá, aunque yo no honre ese don porque crea que no sé cantar.

Más tarde, durante el camino, cuando trabajaban conmigo para desarrollar mi comunicación mental, aprendí que mientras tuviera algo en el corazón o en la cabeza que siguiera creyendo necesario ocultar, no funcionaría. Tenía que pactar absolutamente con todo.

Tenía que aprender a perdonarme a mí misma y aprender del pasado, en lugar de juzgarme. Ellos me demostraron que lo fundamental era aceptarme, ser sincera y quererme a mí misma para obrar de igual manera con los demás.

Extracto de: LAS VOCES DEL DESIERTO - MARLO MORGAN
 

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