sábado, 6 de junio de 2015

El amor: la llama sin el humo…



El amor: la llama sin el humo…
26 de agosto de 1961. (Diario n°1 de Krishnamurti)
Había sido una mañana hermosa, soleada, llena de luz y de sombras; el jardín del hotel cercano rebosaba de colores, de todos los colores, y éstos eran tan brillantes y el pasto era tan verde que lastimaban los ojos y el corazón. Y más allá las montañas resplandecían destacándose frescas y nítidas bañadas por el rocío de la mañana.
Era una mañana encantadora, y había belleza por todas partes; sobre el estrecho puente, en lo alto de un sendero que está al otro lado del torrente y que penetra en el monte, donde la luz jugaba con las hojas que temblaban y cuyas sombras se movían; eran plantas comunes pero sobrepasaban con su verdor y frescura a todos los árboles que se encumbraban hacia el cielo azul.
Uno no podía más que maravillarse de todo este encanto, este derroche, este estremecimiento; no se podía estar sino atónito ante la quieta dignidad de cada árbol, de cada planta, y ante la infinita alegría de esas negras ardillas con sus largas y peludas colas. Las aguas del torrente se veían claras y centelleantes al sol que llegaba a través de las hojas. Había humedad en el monte y se estaba bien.
Mientras uno permanecía ahí observando la constante danza de las hojas, súbitamente advino «lo otro», un suceso intemporal, y hubo quietud. Era una quietud en la que todo se movía, danzaba y gritaba; no era la quietud que viene cuando una máquina deja de trabajar; la quietud mecánica es una cosa y la quietud en el vacío es otra. Lo uno es repetitivo, habitual, corruptor, y es buscado como un refugio por el cerebro cansado y en conflicto; lo otro es explosivo, nunca es lo mismo, no puede ser buscado, jamás es repetitivo y, por lo tanto, no brinda refugio alguno.
Una quietud así fue la que advino y permaneció mientras paseábamos sin rumbo, y la belleza del monte se intensificó y los colores estallaron para ser atrapados en las hojas y en las flores… No era una iglesia muy vieja, como de los comienzos del siglo diecisiete, al menos eso decía sobre la bóveda; había sido renovada y la madera era de pino ligeramente coloreado, y los clavos de acero se velan brillantes y pulidos, lo que era imposible, por supuesto; uno estaba casi seguro de que quienes se habían reunido allí para escuchar alguna música, nunca miraban esos Pavos que llenaban todo el techo. No era una iglesia muy ortodoxa, no había olor de incienso, velas ni imágenes. Estaba ahí y el sol penetraba a través de los ventanales.
Había muchos chicos a quienes se les había dicho que no hablaran ni jugaran, lo que no les impedía estar inquietos…; se les veía terriblemente solemnes y con los ojos prontos para reír. Uno de ellos deseaba jugar y se aproximó, pero era demasiado tímido para acercarse más. Ensayaban para el concierto de esa noche; había interés y todos estaban respetuosamente solemnes. Afuera el pasto era brillante, el cielo de un claro azul y había innumerables sombras…
¿Por qué…,
por qué esta eterna lucha para ser perfecto, para alcanzar la perfección, igual que las máquinas? La idea, el ejemplo, el símbolo de la perfección es algo maravilloso, ennoblecedor, pero, ¿existe la perfección? Por supuesto que existe el intento de imitar lo perfecto, ‘el ejemplo perfecto’.
¿Es perfección la imitación? ¿Existe la perfección o es ésta meramente una idea que el predicador le da al hombre para mantenerlo respetable?
En la idea de perfección hay mucho bienestar y seguridad, y ella es siempre provechosa tanto para el sacerdote como para el que está tratando de llegar a ser perfecto. Un hábito mecánico repetido una y otra y otra vez, puede eventualmente ser perfeccionado; sólo el hábito puede perfeccionarse. Pensar, creer en la misma cosa una y otra vez sin ninguna desviación, se vuelve un hábito mecánico y tal vez sea ésta la clase de perfección que todos desean…
Esto cultiva “un perfecto muro de resistencia”, el cual impedirá cualquier perturbación, cualquier incomodidad. Además, la perfección es una forma glorificada del triunfo, y la ambición es exaltada por la respetabilidad y los representantes y héroes del éxito.
La perfección no existe, es una cosa fea, salvo en una máquina. El intento de ser perfecto es, realmente, un intento de batir el récord, como en el golf; se santifica la competencia: competir con el prójimo y con Dios para alcanzar la perfección es lo que llaman fraternidad y amor. Pero cada intento de perfección sólo conduce a una confusión mayor y a más dolor, lo que únicamente da mayor ímpetu para tratar de ser más perfecto.
Es curioso, siempre queremos ser perfectos en algo o con relación a algo; esto provee los medios para la realización, y el placer de la realización es, desde luego, vanidad. Él en cualquiera de sus formas, es brutal y lleva al desastre. El deseo de perfección externa o interna niega el amor, y sin amor, haga uno lo que haga, siempre habrá frustración y dolor.
El amor no es perfecto ni imperfecto; sólo cuando no hay amor surgen la perfección y la imperfección. El amor jamás se esfuerza en pos de algo; no procura llegar a ser perfecto. El amor es la llama sin el humo…; en el esfuerzo por ser perfecto sólo hay muchísimo humo…; la perfección, pues, descansa únicamente en el esfuerzo que es mecánico, más y más perfecto por el hábito, por la imitación, por la acción de engendrar más temor.
Todos somos educados para competir, para alcanzar el éxito; entonces el fin se torna importantísimo y el amor por la cosa misma desaparece. Entonces el instrumento musical se usa no por amor al sonido sino por lo que el instrumento ha de producir: fama, dinero, prestigio, etc.
El ‘ser’ es infinitamente más importante que el devenir. Ser no es lo opuesto de devenir; si es lo opuesto o está en oposición, entonces no es el ser. Cuando el devenir muere completamente, entonces existe el ser. Pero este ser no es estático; no es aceptación ni es mera negación; el devenir, el ‘llegar a ser’ esto o aquello, implica tiempo y espacio.
Todo esfuerzo debe cesar; sólo entonces existe el ser. El ser no está dentro del campo de la virtud y la moralidad social. Hace pedazos la fórmula social de la vida. Este ‘ser’ es la vida, no el patrón de vida. Donde hay vida no existe la perfección; la perfección es una idea, una palabra; la vida, el ser, está más allá de toda fórmula del pensamiento. Cuando la palabra, el ejemplo y el patrón son destruidos, ahí está el ser.
Durante horas y por relámpagos, esta bendición había estado ahí. Al despertar esta mañana muchas horas antes de la salida del sol, cuando había eclipse de luna, ahí estaba, con tanta fuerza y poder que el sueño no fue posible por un par de horas. Hay en ello una extraña pureza e inocencia.

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