martes, 26 de mayo de 2015

LA TEMPESTAD (KHALIL GIBRAN)



Después de una noche pasada en medio de profundos pensamientos, llegó la mañana. Había pasado la tempestad, el cielo estaba claro, y las montañas y las campiñas reflejaban los rayos del sol. Al volver a la ciudad sentí aquel despertar espiritual del que habló Yussef. Sentí estremecer todas las fibras de mi ser por un temblor que era visible y, cuando me calmé, todo era belleza y perfección a mi alrededor. Después de haber estado cerca de algunas personas y haber oído sus voces y observado sus actos, me detuve y me dije:
-Sí, el despertar espiritual es lo esencial, lo fundamental en la vida del hombre y la única finalidad de su existencia.
Primera Parte
Yussef El Fakhri, tenía treinta años cuando abandonó la sociedad yendo a vivir a una solitaria ermita, cercana al Vallé de kadisha, en el norte del Líbano.
Los pobladores de las aldeas vecinas, discutían los mo­tivos de su decisión. Algunos decían que perteneció a una rica y noble familia y que, al ser traicionado por la mujer que amaba, buscó consuelo en la soledad. Otros decían que era un poeta que, harto de la vida bulliciosa de la ciudad, desertó de ella buscando el sitio apropiado para meditar y, entregarse a la inspiración. Muchos otros, afirmaban que era un místico que se contentaba con el mundo espiritual. Otros, decían que, simplemente, era un loco.
Ninguna de esas opiniones me conformaba, pues sé que los secretos de las almas están más allá de nuestras suposi­ciones y deducciones. Y deseaba encontrarme con aquel hombre y conversar con él. Dos veces traté de acercarme y sólo recibí palabras frías y altivas.
La primera vez que lo encontré, Yussef estaba paseando por los Cedros del Líbano, me acerqué y lo saludé amis­tosamente, mas él, tan sólo movió la cabeza y se alejó sin hablarme.
La segunda vez, lo encontré parado en medio de un pequeño viñedo vecino a un monasterio, y, nuevamente, me acerqué a él, lo saludé y le dije:
-Dicen los aldeanos que aquél monasterio fue cons­truido por una congregación siria del Siglo XIV, ¿sabe usted algo de su historia?
Y él me respondió, fríamente:
-No sé quién construyó ese monasterio, ni tengo inte­rés en saberlo -y mientras se volvía de espaldas, agregó-: ¿Por qué no preguntas a tus abuelos, que son más viejos que yo y conocen de estos valles y de su historia, más que yo? -Después se alejó.
Dos años más tarde, el misterio continuaba intacto, pero la curiosidad por conocer la verdad acerca de la vida de ese hombre extraño, se había apoderado de mi mente y de mis sueños.


Segunda Parte
En un día de otoño, vagando por las colinas adyacentes a la ermita de Yussef El Fakhri, fui sorprendido por un fuerte viento, seguido de espesa lluvia. La tempestad me empujaba de un lado hacia otro y me bamboleaba como un barco sin timón en un mar bravío.
Y me dije: “Esta es mi oportunidad para visitar a Yussef, la tempestad será mi justificación para entrar y mis ropas-mo­jadas, una buena razón para quedarme un tiempo en su er­mita”. Y dirigí mis pasos hacia la morada de Yussef El Fahri. Me hallaba en una situación angustiosa, cuando por fin, alcancé la ermita. Cuando llamé, el hombre que yo estaba tan ansioso por ver, salió a recibirme. Llevaba en sus manos un avecilla herida y temblorosa. Lo saludé, diciendo:
-Por favor, discúlpeme por presentarme en este estado, pero la tempestad me sorprendió lejos de mi casa.
El, me miró con severidad diciéndome:
-Hay muchas grutas por estos lugares en que podrías haberte refugiado -sin embargo, apartándose, me hizo entrar. Yo lo contemplaba, mientras el acariciaba el avecilla, con una ternura tal como jamás había visto en mi vida y quedé sorprendido; la compasión y la aspereza convivían en aquel hombre.
El pesado silencio nos había cubierto. El se hallaba molesto con mi presencia y yo deseaba quedarme. Final­mente Yussef dijo:
-La tormenta ya se ha calmado, por otra parte a ella no le agrada comer carne pasada. ¿Por qué huyes de ella? Con un toque de humor, respondí:
-La tempestad puede no gustar de comidas muy saladas o muy ácidas pero sin duda le agradan las comidas frías y tiernas, y sin duda se sentiría satisfecha de engullirme si me atrapa de nuevo.
El rostro del eremita se puso serio al decir:
-Si la tempestad te engulle, te conferirá un gran honor que no mereces.
-Sí, señor -asentí-, huí de la tempestad paró no recibir un honor inmerecido.
Yussef dio vuelta la cara tratando de ocultar su sonrisa y luego me acercó un banco de madera y me invitó a sentarme y a secar mi ropa en la estufa.
Agradecido, me senté. El se acomodo frente a mí, en un banco de piedra labrada y, humedeciendo sus dedos en un ungüento, comenzó a frotar con él, la cabecita del ave y su ala quebrada. Sin levantar los ojos, me dijo:
-El vendaval arrojó a este pobre pájaro contra las rocas, dejándolo medio muerto… Ojalá los temporales quebraran las alas de los hombres y rompieran sus cabezas. Pero los hombres fueron amasados con miedo y cobardía, apenas olfatean la tormenta, se ocultan asustados…
Contesté, con deseo de alentar la conversación:
-Sí, el pájaro y el hombre tienen esencias diferentes. El hombre vive a la sombra de leyes y tradiciones inventadas por él y las aves, según las leyes universales que hacen girar los mundos.
Sus ojos brillaron y sus brazos se abrieron como si hu­biera encontrado, en mí, un discípulo de rápida compren­sión. Después dijo:
-Muy bien, muy bien. Si crees en lo que dices, abandona a los hombres y vive como las aves, la ley del cielo y de la tierra.
-Claro está que creo en lo que digo -respondí.
Levantó, entonces, su mano y con su tono anterior expresó:
-Creer es una cosa y vivir conforme a las creencias es otra. Muchos hablan con la voz profunda del mar mientras viven como pantanos. Muchos alzan su cabeza por encima de las montañas mientras sus almas permanecen en las tinieblas de sus grutas.
Yussef se levantó y acomodó el pajarito, sobre un paño doblado, junto a la ventana. Arrojó después un montón de ramas secas al fuego diciendo:
-Quítate las botas y sécate los pies, pues la humedad es peligrosa para la salud. Seca bien tus ropas y ponte cómodo. La ya prolongada hospitalidad de Yussef, mantuvo viva mi esperanza de conocer la historia de su exilio voluntario. Me aproximé al fuego y el vapor comenzó a brotar de mis ropas mojadas. Mientras tanto, el eremita, de pie en la puerta, contemplaba el cielo ceniciento.
Busqué ávidamente una forma de extraer de él una res­puesta a mi inquietud; finalmente pregunté:
-¿Hace mucho que has venido a este sitio?
-Vine a este lugar -contestó sin mirarme- cuando la tierra era informe y vacía, y las tinieblas floraban sobre la profundidad del abismo, cuando el Espíritu de Dios se re­flejaba sobre la superficie de las aguas…
Quedé espantado tras esas palabras. Luchando por reunir mis pensamientos me dije: ” ¡Qué hombre extraño! ¡Y qué difícil el camino que lleva, a su realidad! Pero me acercaré con cautela, con astucia y con paciencia, hasta que su reti­cencia se transforme en comunicación y comprenda su extrañeza.


Tercera Parte
La noche extendió su manto negro sobre aquellos valles. La lluvia se hizo torrencial y el viento aullaba cada vez más fuerte. Parecía que el diluvio bíblico se repetía para extinguir la vida y lavar a la tierra de Dios de la impureza humana.
Y la furia de los elementos pareció serenar el corazón de Yussef y su agresividad desapareció. Se volvió, encendió dos velas y acercó una botella de vino y una bandeja con pan, queso, aceitunas, miel y frutas secas. Se sentó cerca de mí y dijo amablemente:
-Son todas mis provisiones. Hazme el favor, hermano mío, de compartirlas conmigo.
Cenamos sin hablar, acompañados por los sonidos del viento y la lluvia.
Después de levantar la mesa, retiró de la estufa una ca­fetera de bronce y sirvió, dos tazas del aromático líquido acercando, luego, una caja de exquisitos cigarros.
Tomé una taza y un cigarro, dudando de lo que estaba viendo. Y él, como si leyera mis pensamientos, sonrió di­ciendo:
-Te asombra encontrar vino y cigarros y café en esta ermita; tal vez te extraña hallar comida. No te censuro. Muchos imaginan que nuestro alejamiento de la sociedad supone el alejamiento de los placeres naturales y simples de la existencia.
-Así es. Imaginamos a los eremitas sustentándose, apenas, con hierbas y agua.
–No abandoné el mundo para encontrar a Dios -dijo-, pues lo encontraba en la casa de mis padres y en todo sitio. Me aparté de los hombres porque yo era una rueda que giraba hacia la derecha entre ruedas que giraban hacia la izquierda. Dejé la civilización porque me di cuenta de que era un árbol viejo y carcomido, cuyas flores eran la codicia y el engaño y, cuyos frutos son la infelicidad y el desaso­siego. Algunos reformadores intentaron transformarla, pero nada consiguieron y acabaron perseguidos y derrotados. -Se inclinó sobre la estufa y, como sabiendo el efecto que sus palabras me causaban, bajó la voz diciendo: -No, no busqué la soledad para orar y dedicarme al ascetismo, pues la oración, que es el canto del alma, alcanza los oídos de Dios aún mezclada con el tumulto de las multitudes. Y el ascetismo, que es la humillación del cuerpo y la inmola­ción de sus deseos, es algo que no condice con mi religión. Dios creó los cuerpos para que fueran templos de las almas. Debemos cuidar de esos templos para que sean dignos de la divinidad que mora en ellos. No, hermano mío, no busqué la soledad para orar o castigarme, sino para huir de los hom­bres, de sus leyes, de sus tradiciones y de su bullicio. Busqué la soledad porque me cansé de los que confunden amabili­dad con debilidad, tolerancia con cobardía y altivez con orgullo. Busqué la soledad porque me cansé de luchar con los adinerados que piensan que el sol y la luna y las estrellas se levantan desde sus cofres y se ponen en sus bolsillos. Busqué la soledad porque me cansé de los políticos que arrojan a los ojos del pueblo polvos dorados y a sus oídos falsas promesas. Me cansé de los sacerdotes que aconsejan a otros y no se aconsejan a sí mismos; y exigen a otros lo que no se exigen a sí mismos.
“Busqué las montañas deshabitadas porque en ellas está el despertar de la primavera, y los deseos del verano; las canciones del otoño y la fuerza del invierno. Vine a esta ermita para descubrir los secretos del universo y aproximarme al trono de Dios.
Yussef calló y lanzó un suspiro, como si se hubiera alivia­do de una pesada carga. En sus ojosbrillaban mágicos rayos de una luz extraña y, sobre su rostro reflejos de grandeza, voluntad y determinación.
Pasaron algunos minutos. Yo me hallaba feliz por haber descubierto el secreto que tanto tiempo ocupó mi mente. -Tienes razón en todo lo que me has dicho -le dije- y es correcto tu diagnóstico de los males sociales; pero lo que no me parece correcto es que, como buen médico, te apartes del enfermo antes de curarlo o antes de que muera. Este mundo desesperado requiere tu atención. Y, ¿es justo y caritativo que te alejes negándole tu auxilio?
El me enfrentó pensativo, y respondió:
-Desde el principio del mundo, los médicos han tratado de salvar los hombres de sus males; algunos usaron bisturíes y otros medicinas; pero todos murieron desesperados sin conse­guir nada y la enfermedad se extendió implacablemente. Y estos enfermos malvados matan a sus médicos y, después de cerrarles los ojos, dicen: “Eran realmente grandes médicos.” No, mi querido amigo, nadie cambiará a los hombres. El más hábil de los agricultores no obtendría cosecha alguna en el invierno.
-Pero el invierno de la Humanidad pasará -le dije enton­ces-. Luego vendrá la Primavera, con sus flores y canciones. Y él respondió, con una sonrisa:
-¿Crees que Dios dividió la Eternidad en Estaciones como las estaciones del año? ¿Vendrá, de aquí a un millar de millones de años, una generación de hombres que vivirá por el espíritu y la verdad, y hallará su felicidad en la luz del día y en la quietud de la noche? ¿Vendrá, todo esto alguna vez…? Esos son sueños lejanos. Y esta ermita no es una morada de sueños…
-Respeto tus convicciones y tu soledad -le dije-. Pero también sé que esta infeliz nación perdió, con tu alejamiento, un hombre dotado, capaz de despertarla y guiarla.
–Esta nación es como las demás naciones -dijo él- ­Todos los hombres son iguales y sólo difieren en cosas sin importancia. Lo que se considera progreso, en Occidente, es apenas otra sombra de la ilusión y, la hipocresía, aunque trate bien a algunos, no deja por eso de ser hipocresía. Y la impos­tura permanece impostura aun cuando se vista de seda y habite un palacio. Y el fraude y la codicia no cambian su naturaleza aunque aprendan a medir distancias y a pesar elementos. Ni los crímenes se transforman en virtudes cami­nando en fábricas y rascacielos… La eterna Esclavitud a enseñanzas y costumbres y supersticiones, permanecerá escla­vitud, aunque pinte su rostro y disfrace su voz. La Esclavitud permanece Esclavitud aunque se intitule Libertad.
“No, hermano mío, el Occidente no es mejor que el Oriente, ni el Oriente inferior al Occidente y la diferencia que existe entre ellos no es mayor que la que existe entre el tigre y el león. Hay una ley que he hallado tras las apariencias de la sociedad, que reparte miserias, infelicidad, ceguera e igno­rancia, sin distinguir entre pueblo y pueblo, entre raza y raza…
-¿Entonces, todo es vanidad? -exclamé-. ¿La civiliza­ción y todo lo que hay en ella, nada es, sino vanidad?
-Sí -dijo él con rapidez-, la civilización y todo lo que hay en ella, nada es sino vanidad… Los inventos y los descu­brimientos sólo son para diversión y confort del cuerpo. La conquista de la distancia y la victoria sobre los mares sólo son falsos frutos que no satisfacen al alma, ni alimentan el corazón ni elevan el espíritu, pues están lejos de la Naturaleza. Y aquellas teorías y estructuras que los hombres llaman arte y ciencia, no son nada, sino cadenas y grilletes dorados, que arrastran pesadamente alegrándose con sus reflejos brillantes y sus tintineantes sonidos. Todo eso no es sino una jaula cuyos barrotes los hombres comenzaron a forjar hace siglos, inconscientes de que construían la cárcel en que quedarían aprisionados. Sí, fútiles son los hechos de los hombres y vanos sus propósitos… Todo es vanidad sobre la tierra.-Y agregó luego: -Entre todas las cosas de la vida, sólo hay una, una sola que el espíritu anhela y desea fervientemente. Una sola, deslumbrante, que merece todo nuestro amor y toda nuestra dedicación.
-¿Qué? -le pregunté; y esperé, ansioso, por saber qué era eso, maravilloso y único.
Yussef me contempló un instante, luego cerró los ojos, cruzó sus brazos y con el rostro iluminado y la voz serena y sincera, respondió:
–El despertar espiritual. El despertar en las profundida­des del corazón de un poder irresistible y magnífico que des­ciende, de pronto, sobre la conciencia del hombre y abre sus ojos, y le hace ver la Vida en medio de una lluvia brillante, de una música profunda, rodeada de un círculo de luz dorada y, al hombre de pie, entre el cielo y la tierra como un pilar de belleza. Es una llama que, repentinamente asciende devasta­dora, dentro del espíritu y quema y purifica el corazón y lo eleva más allá de la tierra y lo hace flotar en el espacio ilimi­tado.
“Es una fuerza que se aloja en el corazón del hombre y se rebela contra todos los obstáculos.
“Es la mano misteriosa que arrancó los velos de mis ojos cuando vivía en medio de la sociedad, en el seno de mi fami­lia, con mis amigos… Muchas veces, hablando conmigo mismo, me preguntaba: “¿Qué es el Universo, por qué soy diferente de aquellos que me miran, qué son esos rostros, qué representan para mí, por qué vivo con ellos? ¿Soy un extran­jero en medio de ellos o son ellos los extranjeros en esta tierra formada por la Vida que me confió sus claves?-Y después de un corto silencio, agregó:-Eso fue lo que me aconteció hace cuatro años, cuando dejé el mundo y busqué esta soledad para vivir despierto y encontrar la paz.
Caminó luego ¿hasta la puerta y, contemplando la oscu­ridad dijo, como hablando a la tormenta:
-Es el despertar espiritual. Y quien lo siente no puede expresarlo con palabras y quien no lo siente, jamás podrá conocerlo por palabras.


Cuarta Parte
Pasó una larga hora. Yussef El Fakhri, caminaba, con largos pasos por la sala, deteniéndose de a ratos, a contem­plar’ -los cielos cenicientos. Yo permanecía en silencio, reflexionando sobre la extraña armonía entre alegrías y tristezas que había en su solitaria vida.
Pasó un tiempo más, y luego se acercó a mí diciendo:
-Voy ahora a caminar con la tempestad noche adentro para sentir de cerca la expresión de la Naturaleza. Es una costumbre que me deleita en otoño y en invierno. Allí tienes los cigarros y el vino y, allá la cafetera. Pasa aquí la noche como si fuera tu casa.-Se envolvió en un manto negro y agregó, sonriendo:-Haz el favor de cerrar la puerta mañana, cuando te vayas, para que no entren los intrusos, pues yo pasaré el día entre los Cedros Sagrados.-Y se dirigió a la puerta llevando un largo cayado, diciendo:-Si la tempestad te sorprendiera otra vez, no dudes en refugiarte en esta ermita. Aunque espero que aprendas a amar la tempestad en vez de temerla. Buenas noches, hermano mío.
Abrió la puerta y salió, con la cabeza erguida, hacia la oscuridad. Fui hasta el umbral para ver qué dirección había tomado, pero ya había desaparecido, sólo se oyó, por un momento, el ruido de sus pasos sobre las piedrecillas del valle.


Quinta Parte
Después de una noche pasada en medio de profundos pensamientos, llegó la mañana. Había pasado la tempestad, el cielo estaba claro, y las montañas y las campiñas reflejaban los rayos del sol. Al volver a la ciudad sentí aquel despertar espiritual del que habló Yussef. Sentí estremecer todas las fibras de mi ser por un temblor que era visible y, cuando me calmé, todo era belleza y perfección a mi alrededor. Después de haber estado cerca de algunas personas y haber oído sus voces y observado sus actos, me detuve y me dije:
-Sí, el despertar espiritual es lo esencial, lo fundamental en la vida del hombre y la única finalidad de su existencia.
Nunca más vi a Yussef El Fakhri, pues, a causa de mis esfuerzos por atender los males de la civilización, la Vida me expulsó del Norte del Líbano durante aquel mismo otoño y tuve que vivir en el exilio de un país lejano, que también tenía sus tempestades… Y llevar una vida de eremita en ese país extranjero es una especie de locura gloriosa, pues su sociedad también está enferma…
KHALIL GIBRAN

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