El agua cambiada en vino en Cana era sólo un preludio. El gran
cambio llegaría inmediatamente después. Y aquel grupo de trece
hombres silenciosos y unas pocas mujeres iban a ser sus primeros
testigos. Ahora bajaban silenciosos, preguntándose aún si habían
vivido un prodigio o un sueño. Camino de Cafarnaún daban vueltas y
vueltas en sus cabezas a lo ocurrido y no lograban llegar a conclusión
alguna. Miraban a aquel hombre joven que les parecía silencioso y
que caminaba rápido como quien sabe que le espera una enorme
aventura, y no lograban adivinar lo que había al otro lado de sus ojos.
Pero, cuanto más lo pensaban, más se daban cuenta de que lo que les
desconcertaba no era tanto el que hubiera cambiado el agua en vino,
como el que lo hubiese hecho con una tan asombrosa naturalidad:
como quien juega, como quien tiene verdadero «poder» sobre las
cosas de este mundo. No, no era un embaucador. No había rodeado
su gesto de juegos de manos, de brillos y esplendores. No intentó
siquiera conclusión alguna de aquello que no podía recibir otro
calificativo que el de «milagro». No se esforzó en sacar provecho de lo
ocurrido. Fue tal el asombro entre cuantos lo presenciaron que nadie
se arrodilló, ni se decidió a formular el menor comentario. Aunque
bastantes sintieron dentro de sí algo que se parecía mucho a la fe. ¿Era
un Dios? Nadie se atrevió a hacer esta suposición que, a alguien tan
monoteísta como los judíos, no podía menos de parecerle una blasfemia.
¿Era un profeta del Dios único? En todo caso, algo reconocían
todos sin dudarlo: una presencia misteriosa había pasado por sus
manos de carpintero. Y, ahora, él se alejaba de Cana como tratando
de huir del lugar del prodigio, intentando poner sordina a los comentarios,
regresando a ser el oscuro caminante que era.
Pero ya nunca lograría pasar inadvertido. Lo ocurrido en Cana
corrió de boca en boca por toda Galilea. No se hablaba de otra cosa
en mercados y sinagogas, aun cuando en muchos casos se añadieran
las inevitables exageraciones de la imaginación de la gente. —«¿Y
dices que, con solo su palabra, cambió en vino seiscientos litros de
agua?». —«Sí, sí, yo lo vi con mis ojos». —«¿Y no será que estabais
todos demasiado borrachos como para enteraros de lo que bebíais?
Has dicho que, antes, os habíais tragado ya todo el vino preparado
por los novios, que no debió de ser poco». —«No, no, estábamos lo
suficientemente sobrios como para distinguir. Y lo comprobaron los
criados y el maestresala que no habían probado la bebida. Os lo digo:
es él, es él». —«¿El? ¿Quién? —«El esperado, el que anunciaron los
profetas». —«¿Aún mantienes esas esperanzas? ¡Demasiadas veces
hemos sido engañados ya! ¡Demasiados mesías nos han visitado en
estos años, que nos ilusionaron para decepcionarnos poco después!
No, no. Es tarde. El mundo está ya sobradamente corrompido como
para que sigamos pensando que esto puede cambiar. Dios se ha ido de
este mundo. Se ha alejado, aburrido de nosotros. Es de noche. No nos
queda nada que esperar».
Lo negaban muchos. Al hombre siempre le cuesta aceptar precisamente
lo que más espera y necesita. Habían alimentado tantas alegrías
que temían albergar en su alma una más que se les pudiera
convertir, una vez más, en amargura. No, no. Es preferible no hacerse
ilusiones, no creer. Pero, luego, por la noche, en el silencio, todos se
hacían la misma pregunta: «¿Y si esta vez fuera verdad?» Habrían
dado sus vidas por poder responderse afirmativamente. El hombre no
ha sido hecho para vivir en la decepción. Y, quién más, quién menos,
todos precisan algo en lo que creer y una esperanza por la que luchar.
Y, para un pueblo ardiente como el judío, toda bandera de esperanza
se difundía como un incendio devastador. Pero ni siquiera los más
optimistas sospechaban la revolución que estaba acercándose.
Revolución. No debemos vacilar al emplear esta palabra, tan
manoseada, tan desprestigiada, manchada por tanta sangre a lo largo
de la historia. Pero es la palabra que mejor define lo que estaba
naciendo. Porque el giro más alto, más brusco, más radical que el
mundo ha conocido, iba a producirse allí, a orillas del mar de
Tiberiades.
Desgraciadamente, lo mismo que la grasa y el tiempo convierten a
un vigoroso joven en un señor adiposo, así los tópicos y la mediocridad
han ido deteriorando, reblandeciendo, ablandando, lo que entonces
ocurrió. Y, cuando alguien nos cuenta los comienzos de la
predicación de Jesús, enseguida nos imaginamos un clima de caramelo:
el «dulce» maestro empezó a decir «dulces» palabras, tan bellas
como aburridas. Y nos disponemos a dormirnos, como en los sermones
Y, sin embargo, entonces no fue así. Fue, en todo menos en la
violencia, como el estallar de una guerra. Quienes hemos vivido
alguna en años infantiles lo comprendemos bien: alguien levanta una
bandera, lanza un pregón, suena una trompeta, el mundo se llena de
gritos (¡«A las armas! ¡La patria está en peligro!») y los corazones se
ponen en pie; corren a alistarse los combatientes; despiertan los
dormidos; la voz de alerta corre de casa en casa; se multiplican las
angustias y las esperanzas; las gentes abandonan sus rutinas, sus
empleos, sienten que el alma les crece; todo parece herido por una
tremenda vocación de muerte o de victoria. Algo ha entrado en juego.
Nadie saldrá de la guerra como entró en ella. Todo va a cambiar.
Así debió de ser. La voz de Jesús tocaba a rebato a la orilla del
lago y crecieron los rumores, las voces, las llamadas y la gente corrió a
escuchar aquella convocatoria misteriosa, a la vez que magnífica, que
incitaba a algo grande.
Nos cuesta imaginarlo, acostumbrados como estamos a vivir en
tanta siesta. Preferimos inventarnos una voz ronroneadora que dice
palabras melifluas, invitadoras a la paz y no a la guerra, adormecedoras
y no incitantes.
Y, sin embargo, para aquellas gentes galileas, la llamada de Jesús
(«Se ha cumplido el tiempo, se acerca el reino de Dios») debió de
sonar, en el contexto social de la época, como una campana que ponía
en pie los corazones. No invitaba ni a defenderse, ni a matar, pero no
era, por ello, menos radical o revolucionaria. Porque lo que anunciaba
era, nada más y nada menos, que había que cambiar las mismas
raíces del mundo.
De pronto —y por primera y única vez en la historia— llegaba
alguien dispuesto a responder a tantas preguntas para las que nadie
encontraba respuesta. El hombre —lo sabemos— es el único animal
que tiene su alma construida con preguntas. ¿Por qué la vida? ¿Por
qué la muerte? ¿Para qué sirve el dolor? ¿Por qué, de los 3.400 años de
los que tenemos datos históricos suficientes, nada menos que 3.166
han estado dominados por guerras en algún rincón del planeta,
mientras que los otros doscientos años «pacíficos» sólo sirvieron para
preparar las guerras siguientes? ¿Por qué el corazón del hombre tiene
tantos deseos de paz y se alimenta de odio? ¿Por qué unos aplastan a
otros y por qué los otros sólo sueñan con la vuelta de la tortilla en la
que ellos sean los aplastadores? ¿Por qué el hombre tiene tanta
necesidad de Dios, y cuando le encuentra, se aparta de él y le olvida?
¿Por qué la soledad nos come el alma? ¿Qué queda de nosotros
cuando nos vamos? ¿Qué hay al otro lado? ¿Nos ama alguien?
Preguntas, preguntas. Una infinita letanía de preguntas que lanzamos
al aire sin que nadie parezca contestarnos.
Y he aquí que, cuando nadie lo esperaba, alguien llega con
respuestas, anuncia un mundo nuevo y distinto e invita a la aventura
de recibirlo y construirlo. Alguien que, además, no trae respuestas
teóricas, sino que está dispuesto a embarcarse en vanguardia de la
gran aventura, a inaugurar en su carne y su persona ese reino nuevo
que anuncia. Sus contemporáneos tuvieron, por fuerza, que sentir
primero un asombro, después un desconcierto, finalmente un entusiasmo.
Por fin llegaba algo distinto, lo que todos soñaban sin
atreverse a esperarlo del todo. Sí, sonó entonces como un clarín de
combate. Un clarín, cuyo grito no se ha extinguido y sigue aún
sonando para cada uno de los seres humanos. Para mí. Para ti.
Jose Luis Martín Descalzo
http://elsilenciodelmaestro.blogspot.com.es/
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