jueves, 2 de abril de 2015

JESUS (EXPERIENCIA PERSONAL) HABLA EL CORAZON


JESUS
SU MISION DIVINA
Le comunicaron en seguida la doctrina del Verbo divino, ya enseñada
por Krishna en la India, por los sacerdotes de Osiris en Egipto, por Orfeo y
Pitágoras en Grecia, y conocida entre los profetas por el nombre de Misterio
del Hijo del Hombre y del Hijo de Dios. Según esa doctrina, la más elevada
manifestación de Dios es el Hombre, que por su constitución, su forma, sus
órganos y su inteligen- cia es la imagen del ser universal y posee sus
facultades. Pero, en la evolución terrestre de la humanidad, Dios está como
esparcido, fraccionado y mutilado, en la multiplicidad de los hombres y de la
imperfección humana. Él sufre, se busca, lucha en ella; es el Hijo del Hombre.
El Hombre perfecto, el Hombre-Tipo, que es el pensamiento más profunda de
Dios, vive oculto en el abismo infinito de su deseo y de su poder. Sin
embargo, en ciertas épocas, cuando se trata de arrancar a la humanidad del
abismo, de recogerla para lanzarla más alto, un Elegido se identifica con la
divinidad, la atrae a sí por la Sabiduría, la Fuerza y el Amor y la manifiesta de
nuevo a los hombres. Entonces la divinidad, por la virtud y el soplo del
Espíritu, está completamente presente en él; el Hijo del Hombre se convierte
en el Hijo de Dios y su verbo viviente A estas revelaciones, las palabras de los profetas, cien veces releídas y
editadas, relampaguearon a los ojos del Nazareno con resplandores nuevos,
profundos y terribles, como relámpagos durante la noche. ¿Quién era aquel
Elegido y cuándo llegaría a Israel?.
Jesús pasó una serie de años entre los esenios. Se sometió a su
disciplina, estudió con ellos los secretos de la naturaleza y se ejercitó en la
terapéutica oculta. Dominó por completo sus sentidos para desarrollar su
espíritu. No pasaba día sin que meditase sobre los destinos de la humanidad y
se interrogaba a sí mismo. Fue una memorable noche, para la orden de los
esenios y para su nuevo adepto, aquella en que éste recibió, en el más
profundo secreto, la iniciación superior del cuarto grado, la que sólo se
concedía en el caso de tratarse de una misión profética deseada por el hermano
y confirmada por los ancianos. Se reunían en una gruta tallada en el interior de
la montaña como una vasta sala, con un altar y asientos de piedra. El jefe de la
orden estaba allí con algunos ancianos. A veces dos o tres esenias, profetisas
iniciadas, se admitían igualmente a la misteriosa ceremonia. Con antorchas y
palmas saludaban al nuevo iniciado, vestido de lino blanco, como el “Esposo y
Rey” que habían presentido ¡y que veían quizás por última vez!. En seguida el
jefe de la orden, de ordinario un anciano centenario le presentaba el cáliz de oro, símbolo de la
iniciación suprema, que contenía el vino de la viña del Señor, símbolo de la
inspiración divina. Jamás presentaba el anciano la copa más que a un hombre en quien había
reconocido con certeza los signos de una misión profética. Pero esa misión
nadie podía definirla; él debía encontrarla por sí mismo, porque tal es la ley de
los iniciados; nada del exterior, todo por lo interno. En adelante, era libre,
dueño de sus actos, hierofante por sí, entregado al viento del Espíritu, que
podía lanzarle al abismo o elevarle a las cimas, por encima de la zona de las
tormentas y de los vértigos. Cuando después de los cánticos, las oraciones, las palabras
sacramentales del anciano, el Nazareno tomó la copa, un rayo de la lívida luz del alba deslizándose por una anfractuosidad de la montaña, corrió
estremeciéndose sobre las antorchas y los amplios vestidos blancos de las
jóvenes esenias, quienes también temblaron cuando cayó sobre el pálido
Galileo, en cuyo hermoso rostro se veía una gran tristeza. Su mirada perdida
iba hacia los enfermos de Siloé, y en el fondo de aquel dolor, siempre
presente, entreveía ya su camino. en Egipto, los sacerdotes habían anun
ciado que el fénix iba a renacer de sus cenizas Hacia
la puesta del Sol, Jesús vio a aquellas masas populares agolparse hacia un
remanso, a orillas del Jordán, y a mercenarios de Herodes, a bandidos, inclinar
sus rudos espinazos bajo el agua que vertía el Bautista. Se aproximó él. Juan
no conocía a Jesús, nada sabia de él, pero reconoció a un esenio por su
vestidura de lino. Le vio, perdido entre la multitud, bajar al agua hasta que le
llegó por la cintura e inclinarse humildemente para recibir la aspersión.
Cuando el neófito se levantó, la mirada temible del predicador y la del Galileo
se encontraron. El hombre del desierto se estremeció bajo aquel rayo de
maravillosa dulzura, e involuntariamente dejó escapar estas palabras: “¿Eres el
Mesías El misterioso esenio nada respondió, pero inclinando su cabeza
pensativa y cruzando sus manos sobre su pecho, pidió al Bautista su
bendición. Juan sabía que el silencio era la ley de los esenios novicios.
Extendió solemnemente sus dos manos; luego, el Nazareno desapareció con
sus compañeros entre los cañaverales del río.

Multicosmocosmos Mario Perez

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