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martes, 17 de marzo de 2015
ESCRITO I (segunda parte) EL AMOR .- POR LAS TIERRAS DE JUDEA
ESCRITO I (segunda parte) EL AMOR .- POR LAS TIERRAS DE JUDEA
Un nuevo día amanecía soleado.
Hoy abandonaría la ciudad de Jerusalén. Me desperté con un
nombre en mi mente: Tabor. No lo dudé un instante, recogí mis
pocas pertenencias que cabían en una pequeña mochila.
Me dirigí a la estación. El autocar estaba a punto de salir en su
ruta hacia Nazaret. Por poco le pierdo pero… ya estoy sentado en
él y dejando atrás una ciudad que siempre estará en mi corazón, a
la que sin duda volveré.
Poco más de cien kilómetros separan ambos lugares, sin
embargo unos acontecimientos les unen para siempre en mi alma:
Tabor. El pasado vuelve a mí como si ahora estuviera
ocurriendo…
El Maestro me despertó cuando los gallos aún no habían
saludado el nuevo día.
—¡Juan, levanta! —me dijo en voz baja—. ¡Salimos de viaje,
nos espera una larga jornada!
En poco tiempo me encontré junto a la puerta de la casa de José
de Arimatea. Allí estaban Pedro, María y el Maestro
esperándome.
—¡Vamos, dormilón! —entre risas me decía María—. ¡Toma
este fardo, eres más joven y tienes buena espalda!
—¿Dónde vamos? —pregunté.
Nadie pareció escucharme. Nos despedimos de José, mientras el
resto de la gran familia seguía durmiendo aún.
El Maestro salió a paso ligero. Tomé mi cayado y los tres le
seguimos intentando alcanzarle. Enseguida dejamos atrás las
últimas viviendas de Jerusalén, tomando el camino hacia el norte,
el que lleva Samaria. Él redujo el paso y se lo agradecimos y al
cielo también, pues unas nubes casi le cubrían por completo.
Pronto nos encontramos con una caravana procedente del valle
de Hebrón con destino a Samaria y Esdrelón. El Maestro fue
reconocido por algunos de sus integrantes, esto hizo que
paráramos a descansar un poco y a compartir un ligero desayuno.
Nos pusimos al día sobre cómo estaba la situación en la ruta,
dado que algunos la recorrían asiduamente en ambos sentidos.
Parece que habría unos días de calma tras la detención de unos
salteadores, así pues el recorrido sería seguro. Se discutía de la
suerte de estos ladrones, todos parecían estar de acuerdo que
murieran como castigo a sus desmanes.
El Maestro, que hasta entonces permanecía callado, dijo:
«¿Quién tiene la potestad de dar o quitar la vida sino el Dios que
nos creó? Ningún ser humano tiene el poder de castigar con la
muerte sin que acarree sobre sí una deuda que deberá saldar en el
tiempo con el sacrificado.
Ni quien robe o haga daño a otro vivirá en paz hasta que no se
perdone a sí mismo, se reconcilie con él y restituya el daño que ha
ocasionado.
Todos hemos de encontrar la paz en nuestros corazones,
perdonando y siendo perdonados.»
Tras un largo mutismo, el Maestro se levantó exhortándonos a
seguirle. Pronto dejamos atrás la caravana, aún escuchábamos en
la lejanía las voces de la acalorada discusión que siguió al
silencio.
El resto de la jornada transcurrió sin sobresaltos, llegando a la
región montañosa del Sur de Samaria al anochecer. El Maestro
nos veía agotados y a Él también se le apreciaba el cansancio.
Atrás quedaban las tierras de Judea.
Nos apartamos del camino y junto a unas rocas nos sentamos.
María sacó de una bolsa pan ácimo y lo repartió. Aunque
estábamos acostumbrados a comer austeramente, nuestro cuerpo
nos lo agradecía.
—¡Gracias María! —le dijo Pedro.
María le sonrió. El Maestro repitió el gesto mirando a ambos.
Parecía que el viaje les estaba sentando bien.
El día siguiente seguramente sería tan agotador como el de hoy,
aunque no sabía el destino, intuía que se encontraba más allá de
Samaria.
Enseguida el cansancio nos sumió a todos en un sueño profundo.
EL ANCIANO JUAN
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