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martes, 5 de julio de 2016

BIENAVENTURADOS LOS QUE LLORAN, PORQUE ELLOS SERÁN CONSOLADOS



Henos aquí ante otra bienaventuranza desconcertante. 
Sobre todo en la formulación más tajante de Lucas: Bienaventurados los que ahora lloráis, porque reiréis. ¿Estamos aquí ante una condenación de la alegría y una canonización de la tristeza? ¿Es que el llorar será bienaventuranza y toda risa es maldita? ¿Sólo entre lágrimas podrá el hombre caminar hacia Dios?
Evidentemente no se trata aquí de cualquier tipo de lágrimas. Y la clarificación la tenemos a todo lo ancho del antiguo y del nuevo testamento.
Ya en el antiguo teníamos preanunciada esta bienaventuranza. Me volví —dice el Eclesiástico y vi las violencias que se hacen debajo del sol y las lágrimas de los oprimidos sin tener quién los consuele (4, 1). Pero esta tristeza y llanto se convertirán en gozo bajo la mano de Dios: Los que sembraron en llanto —dice el salmo— cosechen en júbilo (126, 5). Y será Isaías el gran profeta del llanto y del consuelo, porque el tiempo de la cautividad de Babilonia es el tiempo de las lágrimas. Por eso Isaías anuncia como la gran misión del Mesías la de ser el consolador universal. Vendrá —dice-- para consolar a los tristes y dar a los afligidos de Sión, en vez de ceniza, una corona (61, 3).
Estos son los que Cristo proclama bienaventurados: los que son conscientes de que viven en el destierro, los que tienen llanto en el alma, los que experimentan que están lejos de Dios y de la patria prometida, los que sufren en su carne por estar sometidos a la tiranía del pecado, del propio y de los demás. Son los que sufren porque saben que«el amor no es amado», los que sienten el vacío de las cosas y no se enredan en ellas con «la risa del necio, que es como el chisporrotear del fuego bajo la caldera» (Ecl 7, 6).
A todos estos trae Jesús el consuelo y promete bienaventuranza: «En verdad, en verdad os digo que lloraréis y os lamentaréis y el mundose alegrará; vosotros os entristeceréis, pero vuestra tristeza se convertirá en gozo» (Jn 16, 20).
Esta bienaventuranza comenzará a cumplirse ya aquí en la esperanza, pero sólo tendrá realidad plena al otro lado, en la nueva Jerusalén. En ella Dios será con ellos y enjugará las lágrimas de sus ojos y la muerte no existirá más, ni habrá duelo, ni gritos, ni trabajos, porque todo eso es ya pasado (Ap 21, 3-4).
No se anuncia pues la bienaventuranza a los que lloran por envidia de lo que no han podido conseguir, por rabia de su fracaso, por cobardía o mimos infantiloides. No se elogia aquí a los pesimistas, ni a los morbosos que gozan revolcándose en sus propias heridas.
De los que se habla es —como ha escrito muy bien Papini— de los que sienten asco de sí mismos y compasión del mundo y no viven en la supina estupidez de la vida corriente y lloran la infelicidad propia y lloran los esfuerzos fallidos y la ceguera que retrasa la victoria de la luz —porque la luz del cielo no aprovecha a los hombres si éstos no la reflejan , y lloran la lejanía de ese bien infinitas veces soñado, infinitas veces prometido y, sin embargo, por culpa nuestra y de todos, cada vez más lejano; los que lloran las ofensas recibidas, sin aumentar los problemas con la venganza y lloran el mal que han hecho y el bien que hubieran podido hacer y no han hecho; los que no se desesperan por haber perdido un tesoro visible, sino que ansían los tesoros invisibles; los que así lloran, apresuran con las lágrimas la conversión y es justo que un día sean consolados.
Estas son las lágrimas que Dios bendice: las que construyen y no las que adormecen; las lágrimas que no terminan en las lágrimas, sino en el afán de convertirse; las que, al salir de los ojos, ponen en movimiento las manos; las que no impiden ver la luz, sino que limpian los ojos para que vean mejor.
Para esos reserva Dios un infinito caudal de alegrías.
JL. MARTÍN DESCALZO
http://universo-espiritual.ning.com/

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