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sábado, 11 de junio de 2016
Las grandes enseñanzas cósmicas de Jesús de Nazaret a Sus apóstoles y discípulos Parte.XI
Cristo
Las grandes enseñanzas cósmicas. Parte XI.
El SER es presente. En el SER no hay ningún ayer, ningún hoy ni ningún mañana. La materia es caducidad. El SER es todo en todo. Por ello la materia se refina y se convierte en el SER, porque Dios es el presente en todo.
El presente en todo, es lo imperecedero, el SER. Por eso lo perecedero, el ayer, hoy y mañana, se transformará en el SER que es.
La visión del que es puro es lo puro, que él percibe únicamente en sí mismo, en su templo puro. Allí ilumina y se manifiesta incesantemente la ley más sagrada, eterna, Dios.
El que es puro contempla lo que el impuro no ve.
El que es puro percibe en sí únicamente la verdad eterna, porque él mismo se ha convertido en la verdad, en la ley omniabarcante, en el Yo Soy. El no admite nada impuro en el templo del amor.
El impuro, por el contrario, percibe solamente lo impuro, es decir lo que él mismo es –lo impuro.
El que es puro contempla y reconoce en sí lo puro, la verdad. El habla el lenguaje de imágenes, de la verdad, en sí, porque él mismo se ha convertido en la verdad. La palabra de Dios es la ley, es la verdad, que se manifiesta como la imagen viva, en lo más interno del alma. No importa hacia dónde mire el que es puro –él contempla en sí únicamente la imagen de ley, lo puro, y ve fuera de sí el reflejo, lo impuro.
La visión en imágenes es al mismo tiempo la visión de reconocimiento. Lo que contemplas, lo penetras con tu mirada y lo reconoces –y así sabes acerca de todos los detalles–. Esto es la verdad, esto eres tú, el Yo divino veraz, eterno.
El verdadero sabio, el iluminado, es lo que habla, la ley.
El no iluminado, que no es capaz de distinguir lo negro de lo blanco, es el ciego que se contenta con la apariencia y cree que el SER está lejos.
La verdadera visión es la visión de reconocimiento. Tú ves en profundidad y sabes, y a pesar de todo no puedes demostrarlo, porque lo más interno, lo más sagrado, no necesita demostrarse, porque es.
Sólo la apariencia quiere demostrarse, porque lo que hay en ella –las legitimidades eternas– no es manifiesto.
El SER contempla lo que la apariencia no ve, es decir: yo, el SER, contemplo lo que tú, el débil reflejo, no ves. Pero si tú eres el SER, estás unido en El, en el Uno universal. Entonces tú también contemplas lo que yo contemplo, y nosotros contemplamos lo que la apariencia no ve.
El ojo espiritual contempla –el ojo terrenal ve–. Los dos no pueden armonizarse, porque el ojo espiritual es la ley de los Cielos y el ojo terrenal, sólo el ojo de reflexión, que reproduce el SER como reflexión, la cual es de muchas maneras desfiguración. Quien se contenta con ello es el necio que aún no ha traspasado el portal que da a la verdad.
El ojo de la verdad es Dios. Quien contempla con este ojo, es veraz y divino. El trae la luz, el ojo de Dios, la verdad, a este mundo, la ley eterna del amor.
El ojo de la verdad es la luz y la imagen de tu cuerpo espiritual puro, que es la imagen y semejanza de Dios.
El ojo terrenal es la imagen del alma, del cuerpo espiritual envuelto. El sólo tiene la mirada para lo envuelto, que a su vez es el lastre y la carga del alma.
Desde diversas perspectivas de la vida, Yo, Cristo, siendo Jesús de Nazaret instruí a Mis apóstoles y discípulos. Una y otra vez les mostré la Ley Absoluta y les expliqué la ley de siembra y cosecha. Les hablé con palabras con el sentido de éstas:
El mar del infinito es la corriente del Universo. Moveos cada vez más en el mar del infinito, como soles del amor y la justicia. Entonces seréis la vida y ya no preguntaréis por la vida.
Mientras el hombre se deja alumbrar por hombres, no irradia. En este caso, depende del brillo de su prójimo. Si el hombre depende del brillo de otros hombres, no conoce el resplandor del sol inherente a él.
Para cada cual, dice la ley eterna: sigue siendo el Yo divino verdadero. Entonces serás el Yo divino verdadero y no esperarás el brillo de tu prójimo, porque tú, el Yo divino verdadero, irradiarás por ti mismo.
Solamente la apariencia con un brillo artificioso se contenta con el brillo. Si dos personas obran así, están a media luz y son del parecer de que tienen lo más elevado y lo más grande, porque se alumbran mutuamente.
Comprended: el brillo de la apariencia engaña, y quien se deja engañar puede convertirse en un engañador.
Por eso no os rodeéis con imágenes engañosas, con el brillo de la apariencia, sino convertíos en el sol del amor y la justicia, en el mar del infinito.
Muchas almas y hombres se mueven hacia el SER, pero pocos están en el SER. Quien solamente reflexiona acerca del SER, recibe sólo del brillo de la apariencia y no del manantial de la vida, que es el SER.
Quien pertenece a la apariencia, lleva muchas máscaras. Según la ocasión, se pone la máscara correspondiente.
Quien vive en el mundo de apariencias y tiene sus máscaras, no se conoce, ni tampoco a aquel que lleva máscaras iguales o parecidas a las suyas. Ambos hablan solamente de sus máscaras, de la apariencia, y no encuentran la realidad.
El «maquillador» se siente solo y está solo, pues hace caso omiso de su prójimo; piensa sólo en sí y quiere mantener su máscara.
Sin embargo, quien vive en el mundo interior, en Mí, el Cristo, ve con claridad y con amplitud. Ya no necesita máscaras, porque su mirada lo penetra todo y porque mediante la luz de la verdad lo reconoce todo. Así es un ser en la corriente del SER, el SER personificado, el microcosmos en el macrocosmos.
Todo lo que ves y te altera, es tu espejo; marca tu persona. Si no recorres el camino del autorreconocimiento, solamente percibes las reflexiones de tu yo inferior y del yo inferior de tu prójimo. Si continúas así, te enredas cada vez más en el «mío» y «tuyo»; distingues entre tú y tu prójimo. Esta es la ley del yo humano. Dice así: «separa, ata, domina».
La ley divina dice así: «une y sé». Quien vive en la unidad con lo más interno, está unido a todos los hombres y seres y a todas las formas de vida. Con ellos forma la unidad en Dios, que no conoce diferencias, porque todo está contenido en todo, la ley de la vida.
La ley de causa y efecto, que creó el adversario –«separa, ata y domina»–, es la ley centrada en la persona, la ley de yoidad, que sólo se conoce a sí, al yo inferior.
El adversario quiere la separación y la atadura. Las personas han de atarse a hombres y cosas, procurarse bienes en propiedad, y pertenencias, para proporcionar a su vez lo que separa, es decir el «mío» y «tuyo». Quien se ha adueñado de más pertenencias, domina sobre aquellos que poseen menos.
El Satanás tomó la espada y partió la unidad de la Tierra en multiplicidad. Con los trozos, los países, creó el dominio y los dominadores, los ricos, que con los trozos hicieron sus reinos.
Esto es la partición que viene de lo satánico. Pero Yo he venido a erigir nuevamente la unidad mediante la ley del amor, que unifica todo y a todos.
La fronteras limitan y llevan al endurecimiento. Si las fronteras perduran largo tiempo, los pueblos creen que están separados los unos de los otros por las fronteras. Entonces hablan de mentalidades diversas, que tienen poco en común. De esta manera de pensar surgen la indiferencia y la enemistad con el prójimo, el cual es, según las leyes eternas, una parte de cada alma.
Cuando el adversario ha provocado la separación entre los hombres, domina y crea otras posibilidades externas de atarse, como por ejemplo la atadura de la persona a preceptos de fe, ritos, dogmas y cultos, y al mismo tiempo a autoridades, a subordinados, al marido o a la mujer, a hijos o a valores realizables, a dinero y a bienes. De ello resulta la ley causal, en la que toda persona egocéntrica y toda alma egocéntrica tienen su existencia, hasta que salen del remolino del yo humano y aspiran a lo divino, que une y que es.
Este mundo y el planeta terrestre se manifiestan a nivel divino en forma de imagen-reflejo, pues el mundo y la Tierra fueron convertidos en lo opuesto.
La herencia de Dios a Sus hijos se explica así:
Lo que es Mío es también tuyo, es para ti y es para cada hijo en igual medida, es decir, todo proveniente de todo, proveniente de Aquel que es.
El adversario ha invertido la polaridad de esta legitimidad divina y dice: a mí me pertenece lo mío y lo tuyo. Mediante esta inversión de polaridad, el adversario cree poder anexionarse todo y ser el señor de todo y de todos. Quiere el poder para él solo y someter a Dios, pues él mismo quiere ser Dios.
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