Capirulo 2- (Escrito IV)
UN HOMBRE QUE SABE CÓMO CONSOLARSE
3. SIN ARREPENTIMIENTO
Sería Lin Lei casi centenario cuando, en plena primavera,
se puso su abrigo de piel y se fue a recoger los granos abandonados por los segadores, cantando mientras caminaba a campo a través.
Confucio, que iba de viaje a Wei, lo vio a distancia, y volviéndose a sus discípulos dijo:
-Valdría la pena hablar con aquel anciano. Alguien tendría que ir y averiguar qué tiene que decir.
Tzu Kung se ofreció a ir. Lo encontró al final del terraplén, y mirándole a la cara musitó:
-¿No siente usted siquiera algo de arrepentimiento? Usted canta, incluso mientras va recogiendo los granos.
Lin Lei no se detuvo ni dejó de cantar. Tzu Kung continuó presionándolo hasta que el anciano se giró para mirarle y le respondió:
-¿De qué tengo que arrepentirme?
-De niño, usted nunca aprendió a comportarse; como hombre, usted nunca se esforzó por lograr algo. En su vejez no cuenta con esposa o hijos, y se acerca la hora de su muerte. Maestro, ¿qué felicidad ha conseguido, que le hace cantar mientras camina recogiendo los granos?
-Los motivos de mi felicidad todos los humanos los comparten –dijo Lin Lei sonriendo-, pero en vez de disfrutarlos se preocupan por ellos. Puesto que no he sufrido aprendiendo a comportarme cuando era joven, y nunca me esforcé por lograr algo ya de mayor, he sido capaz de vivir durante todo este tiempo. Debido a que no tengo esposa e hijos ahora que estoy viejo y que la hora de mi muerte se acerca, puedo ser muy feliz.
-Es humano querer una larga vida y detestar la muerte; ¿por qué tendría usted que alegrarse de morir?
-La muerte es el retorno al lugar de donde salimos para nacer. Por tanto, ¿cómo puedo saber que cuando muera aquí no naceré en otro lugar? ¿Cómo puedo saber que vida y muerte no son tan buenas la una como la otra? ¿Cómo puedo saber que no es ilusorio codiciar la vida con ansiedad? ¿Cómo puedo saber que la muerte presente no ha de ser mejor que mi vida pasada?
Tzu Kung escuchó, pero no pudo entender lo que el anciano quería decir. Regresó y se lo contó a Confucio.
-Sabía que sería una persona de mérito como para hablar con ella –dijo Confucio-, y lo es, pero él es un hombre que ha encontrado y aun así no lo ha encontrado todo.
El Tao no es racional. Tampoco es irracional. Es más que racional. La vida es más que la razón. La vida es algo que supera lo que puede ser comprendido por la mente.
La vida tiene que darte más de lo que puedes aprender, supera tu capacidad de aprender. Es mucho más grande de lo que podrías conocer jamás; pero se puede sentir. El Tao es intuitivo. El Tao es más completo. Cuando enfocas la vida con la cabeza, y sólo con la cabeza tienes un enfoque parcial; se presentarán malentendidos inevitablemente. Una persona que está intentando “imaginarse” la vida, va a caer con seguridad en una trampa tremenda y no será capaz de salir de ella fácilmente. Una vez empiezas a intelectualizar sobre la vida, comienzas a extraviarte. La vida se tiene que vivir.
La vida se tiene que vivir existencialmente y no intelectualmente. El intelecto no es un puente sino una barrera.
Esto se tiene que entender; entonces la parábola tiene una importancia tremenda. Vamos a adentrarnos en ella muy despacio, tratando de entender cada frase, cada palabra realmente.
El enfoque confuciano es un enfoque mental. El enfoque taoísta es un enfoque no-mental. Confucio piensa en la vida, Lao Tzu, Chuang Tzu, Lieh Tzu no piensan en la vida porque, según ellos, tú puedes pensar una y otra vez al respecto y no harás más que dar rodeos sin llegar nunca al centro. Pensar una y otra vez no es la forma. Ve directamente, se inmediato, mira la vida, no pienses en ella.
Recuerda siempre que el menú no es la comida.
Puedes estudiar el menú una y otra vez: no te servirá de mucho. Tendrás que comer, tendrás que masticar, tendrás que digerir. Tendrás que estar conectado existencialmente con tu comida, tendrás que absorberla dentro de tu ser y hacerla parte de él. No será de ayuda que estudies solamente el menú o el libro de recetas de cocina. El erudito no hace más que estudiar el menú: el erudito sigue siendo una de las personas más hambrientas que hay en la vida.
Nunca ha vivido, nunca ha amado, nunca se ha arriesgado. Nunca ha actuado, nunca ha danzado, nunca ha celebrado.
No ha hecho más que sentarse y pensar en la vida.
El intelectual ha decidido entender primero la vida intelectualmente y luego actuar. Primero tienes que actuar y luego viene la comprensión.
Es como si alguien dijese: “Primero tengo que saber qué es el amor y luego amaré”. ¿cómo puedes saber qué es el amor?
La única forma consiste en enamorarse; no hay otra forma.
Puedes ir a la biblioteca, puedes preguntar a muchas personas, puedes consultar libros, enciclopedias y encontrarás mil y una cosas sobre el amor, pero no amor. Puedes convertirte en un gran erudito, tu mente se puede abarrotar de información, pero la información no es conocimiento.
La sabiduría no es información. Ésta te puede engañar, pero no puede engañar a la vida. En lo que respecta a la vida seguirás siendo un desierto: la flor del amor no brotará nunca en tu ser. Lo mismo pasa con todo lo que es significativo.
Lo mismo pasa con todo lo que es orgánico. Lo mismo pasa con todo lo que está vivo. Éste es el planteamiento básico del Tao. Ahora, la parábola.
“Sería Lin Lei casi centenario, en plena primavera, se puso su abrigo de piel y se fue a recoger los granos abandonados por los segadores, cantando mientras caminaba a campo través.”
Lin Lei es un maestro taoísta, pero los maestros taoístas como él viven una vida muy ordinaria.
No viven de una forma extraordinaria, no afirman que son seres especiales, genios con talento, sabios, santos, mahatmas; no afirman nada. Ellos simplemente viven una vida ordinaria porque son seres ordinarios, naturales como los árboles, naturales como los pájaros, naturales como la naturaleza misma. Ellos no son egoístas en absoluto. Por ejemplo, si tú quieres encontrar en la India a los mahatmas, es fácil que lo consigas. Pero si fueras a China ancestral y quisieras conocer a un maestro taoísta, nadie sería capaz de decirte dónde puedes encontrar a uno. Tendrías que moverte, vagar por todo el país… y posiblemente, en cierto momento te encontrarías con alguno. Pero eso no será posible a menos que lo hayas experimentado en tu propio ser. A menos que tengas el gusto, el sabor, no serás capaz de reconocer a un maestro taoísta.
Lin Lei es un maestro taoísta; muy simple, muy viejo, muy anciano; tiene cien años y está recogiendo los granos que abandonan los segadores. Ahora bien, éste es el trabajo más humilde que uno puede encontrar, el más mísero, y aún así… iba “cantando mientras caminaba a campo a través”.
El taoísta está siempre feliz porque no busca un motivo; no busca una situación especial para estar feliz. La felicidad es como respirar, la felicidad es como el latido del corazón, la felicidad está en tu ser; no es algo que le acontece. La felicidad no es algo que acontece y no acontece, la felicidad es algo que siempre está allí. Él está lleno de felicidad. La felicidad es el material del que está hecha la existencia, y el taoísta ha entrado en armonía con ella; naturalmente, él se siente feliz. Todo lo que hace, lo hace con alegría. Su felicidad precede a su acción.
Algunas veces te sientes feliz, algunas veces te sientes infeliz, porque tu felicidad es condicional.
Cuando tienes éxito te sientes feliz, cuando fracasas te sientes infeliz; tu felicidad depende de alguna causa externa.
Tú no siempre puedes cantar; incluso cuando cantas, tu canción no siempre tendrá la melodía. Algunas veces será simplemente una delicia y otras sólo una repetición muerta y apagada. Algunas veces, cuando llega el amigo, cuando encuentras un amor, te sientes feliz. Algunas veces, cuando se ha ido el amigo, cuando el amado ya no está, te sientes infeliz. Tu felicidad y tu infelicidad han sido producidas por lo externo; no es algo que fluye interiormente, no es algo que te pertenece. Otros te dan y te quitan, las circunstancias te la dan y te la quitan. Algo así no tiene mérito porque sigues siendo un esclavo, no eres el maestro.
Los taoístas llaman maestro a una persona cuya felicidad es absolutamente suya.
Él se puede sentir feliz independientemente de la situación; en la juventud es feliz, en la vejez es feliz; es feliz como emperador, es feliz como mendigo. Su canción no está contaminada por las circunstancias; su canción es la suya, su canción es su ritmo natural.
Este hombre, a sus cien años… Normalmente, un hombre con cien años de edad no sería capaz de cantar; ¿qué le puede mover a cantar ahora mismo? La vida ha desparecido, la vida se ha consumido, él está tan seco como una pasa y no quedan esperanzas; sólo le espera la muerte. ¿de qué sirve cantar o celebrar? Un hombre de cien años no tiene futuro; su vida se ha agotado, é está acabado, en cualquier momento la muerte lo derrumbará. ¿Para quién canta? ¿Para qué? ¿Qué motivo hay para que un hombre cante así? Además, tiene que hacer un trabajo muy mísero a la edad de cien años… Tiene que recoger los granos abandonados por los segadores.
Esto significa que no hay alguien que se haga cargo del anciano. Se ha quedado solo, no parece que tenga familia, no hay hijos ni hijas, ni esposa, ni hermanos, nadie que cuide de él. ¿Qué puede motivar su canto?
No obstante, si tienes la canción, la canción real, la canción que viene de tu fondo intrínseco, de tu centro más profundo, entonces no importa. Puedes seguir cantando incluso cuando llegue la muerte. Puedes seguir cantando incluso cuando alguien te esté matando. Tu cuerpo puede ser exterminado, pero tu canción no. Tu canción es eterna porque no tiene causa.
Recuerda esta ley de vida tan fundamental: lo que tiene causa nunca es eterno, aquello que tiene causa es temporal. Cuando la causa desaparece, aquello desaparece, es un subproducto.
Lo que no tiene causa va a estar por siempre jamás, porque no hay nada que pueda destruirlo. Tu cuerpo morirá; tiene una causa: el encuentro de tu padre con tu madre ha sido la causa. Tu cuerpo morirá: tuvo su causa un día. Tiene una cierta energía, un cierto período de vida, luego se terminará. Cada día estás muriendo; un día simplemente desaparecerás bajo la tumba.
Pero ¿es eso todo lo que tienes? ¿Es eso todo lo que abarca tu ser? ¿No hay algo más? Hay algo en ti que existía antes de que siquiera hubieras nacido y que seguirá estando ahí –por siempre-, incluso cuando te hayas ido. Cuando hayas muerto, aquello que estaba allí antes de tu nacimiento permanecerá; aquello no tiene causa.
Por eso los taoístas no creen que Dios creó el mundo, que Dios creó al hombre, que Dios creó las almas. Si Dios hubiera creado las almas entonces ellas tendrían una causa y un día tendrían que desaparecer, no importa cuán lejos pueda estar ese día. Si el mundo hubiera tenido una causa y el hombre hubiera sido creado, entonces un día el mundo tendría que ser des-creado y el hombre tendría que ser des-creado.
Los taoístas hablan de aquello que es eterno, no causado, no creado; no tienen un creador. En realidad, nadie ha alcanzado jamás esa cumbre, esa cumbre sublime de comprensión que tienen los taoístas. Todas las otras religiones parecen juveniles. La madurez del taoísmo es tan tremenda, tiene tal esplendor, posee tal profundidad y altura, que no da lugar a que otra religión pueda compararse con ella. Todas las demás parecen parvularios; están hechas especialmente para niños. Hechas especialmente para niños: por eso Dios es el “Padre”; los niños no pueden ser independientes, necesitan un padre.
Si tu padre real ha desaparecido, entonces necesitas todavía un padre imaginario en el cielo para que te controle; no eres suficientemente maduro, no puedes valerte por ti mismo, tienes que apoyarte en unos y otros.
Los taoístas no tienen un concepto de Dios. Eso no quiere decir que sean descreídos; son muy piadosos, pero no tienen un concepto de Dios. La existencia es suficiente. No hay creador, no hay creación, existe la eternidad. Siempre ha sido así, siempre será así. Una vez has entrado en contacto con esta continuidad eterna dentro de tu ser, con el sustrato, entonces no hay por qué sentirse desgraciado. Tú eres eterno, eres inmortal; no hay muerte para ti porque nunca ha habido un nacimiento. Tú eres no-creado, no puedes ser destruido. Independientemente de las circunstancias externas, tu luz interior sigue ardiendo con brillo y la canción continúa.
“Confucio, que iba de viaje a Wei, lo vio a la distancia, y volviéndose a sus discípulos dijo: “Valdría la pena hablar con aquel anciano. Alguien tendría que ir y averiguar qué tiene que decir”.”
Confucio siempre estuvo buscando conocimientos. Siempre estuvo buscando a alguien que le pudiese decir algo, siempre estuvo dispuesto a tomar conocimiento prestado.
El intelectual actúa de esta manera. Todo lo que posee se lo ha apropiado, nunca mira interiormente, siempre mira hacia fuera: “Si alguien lo posee, entonces tendría que ir y preguntar”. El intelectual es imitativo, mecánico, como una lora; para el intelectual el conocimiento es algo que se tiene que aprender. Él nunca mira dentro de su propio ser, él nunca mira dentro de su propia consciencia interior, él nunca trata de entender al conocedor. Él persigue el conocimiento y ahí está la diferencia. El taoísta no persigue el conocimiento, sino que quiere saber. ¿Quién es este conocedor? ¿Qué es este saber? Él quiere conocer la fuente de este saber, lo que está originando esta consciencia.
Tú estás aquí, me estás escuchando. Ahora bien, tú puedes ser o un confuciano o un taoísta, porque éstos son los dos únicos puntos de vista posibles. Si me estás escuchando y llegas a interesarte cada vez más en lo que estoy diciendo y empiezas a acumularlo, entonces eres un confuciano.
Pero si al escucharme llegas a darte cuenta de la consciencia que está dentro de ti y te llegas a interesar por ella y surge esta profunda interrogación: “¿Quién soy yo?”… No se trata de que repita las palabras “¿quién soy yo?”, sino de que surja una búsqueda, una interrogación profunda, una pasión por saber: “¿Quién está en esta consciencia que hay en mí? ¿Qué es esta consciencia que hay en mí? ¿Cuál es su naturaleza? ¿Qué cualidad tiene? ¿De dónde viene? ¿Hacia dónde va?”… Si sigue esta pasión por conocer tu consciencia, eres un taoísta, y sólo un taoísta es una persona religiosa.
El confuciano es un erudito, es un pandit, es un profesor. Si hablas con él te dirá grandes cosas, pero si miras dentro de su ser, no habrá nada. Todo lo que ha acumulado es prestado. Una y otra vez los taoístas escriben relatos en los que Confucio va de un lado a otro, siempre viaja, acumula y siempre busca dónde adquirir conocimiento, como si el conocimiento fuera una mercancía, como si el conocimiento fuera un objeto que tú puedes adquirir en algún lado, de alguna persona.
Nadie te puede proporcionar el conocimiento. No es un objeto que se puede transferir. Tienes que llegar a ser eso, tienes que crecer en sabiduría; es una transformación interior. Ninguna universidad te puede dar lo que las personas religiosas llaman sabiduría real.
Todo lo que puedes adquirir en las universidades es información estancada, prestada, sucia, porque ha pasado a través de miles de manos; es como un billete que circula. Por eso, al billete se le llama “circulante”, porque se mueve circulando de una mano a otra, de un bolsillo a otro bolsillo. Pero se vuelve entonces cada vez más sucio. Lo mismo pasa con el conocimiento: pasa de una generación a otra a través de los siglos, de una generación a otra de profesores.
La sabiduría es fresca, la sabiduría viene de la fuente, y esa fuente está viva dentro de ti, esperando a que des un giro hacia adentro. No la busques afuera, mira hacia dentro. Jesús lo dice una y otra vez: “El reino de Dios está dentro de ti”.
“Confucio, que iba de viaje a Wei…” Él siempre está de viaje, buscando, a la caza de conocimiento. Él recurre a todo el mundo. Si alguien dice que una persona ha llegado al conocimiento, él va para allá. Es una tontería, es algo estúpido, pero ésta es la clase de estupidez que tienen todos los eruditos. Ellos tienen básicamente la idea de que el conocimiento se puede comprar. Ellos tienen básicamente la idea de que el conocimiento es una cosa, no una experiencia, es una teoría, no una experiencia. Uno puede aprenderlo, por tanto, de alguien más.
Recuerda una cosa: existe una diferencia entre el conocimiento científico y el conocimiento religioso. Si se ha descubierto la ley de la gravedad, no se tiene que volver a descubrir una y otra vez; sería una tontería.
No puedes dirigirte al mundo y declarar: “Lo que Newton descubrió, yo lo he vuelto a descubrir. Sí, la ley de la gravedad… He visto caer una manzana y he vuelto a descubrir la ley de la gravedad”. La gente se burlará. Dirá: “Ya no hay nada que descubrir. Descubre algo que no haya sido descubierto antes”.
La ciencia es información. Si una persona ha hecho un descubrimiento, éste se puede entonces transferir a los demás. El conocimiento que busca la ciencia viene de afuera, así que se puede aprender afuera. La religión, en cambio, se tiene que descubrir una y otra vez. Es como el amor: millones de personas han amado antes que tú, pero a menos que tú ames, nunca sabrás lo que es el amor. No puedes decir: “Millones de personas han amado; por tanto, ¿qué sentido tiene para mí amar otra vez? ¿Para qué seguir el mismo camino? Muchas personas han amado, lo han escrito en sus diarios, y sus cartas de amor se pueden conseguir; podemos verlo en los libros y tener el conocimiento”. Pero no, tendrás que amar, tendrás que volverlo a descubrir. A menos que lo descubras no será un saber. Lo religioso es como el amor, no como la ciencia. Einstein descubrió la teoría de la relatividad; eso concluyó ya, no se necesita ahora a nadie más para redescubrirla. Lo que a un científico puede haber llevado cincuenta años descubrir, un niño en edad escolar lo puede aprender en cinco minutos. Pero éste no es el camino de lo religioso. Lo que descubrió el Buda, lo que descubrió Lao Tzu, lo que descubrió Lieh Tzu, tendrás que descubrirlo tú otra vez. Confucio está mal encaminado.
En los cuentos taoístas a Confucio se utiliza como hazmerreír.
“Confucio, que iba de viaje a Wei, lo vio a la distancia, y volviéndose a sus discípulos dijo: “Valdría la pena hablar con aquel anciano”.”
¿Por qué? Tiene cien años, hace el trabajo más humilde, ¿y aún así canta? “Ve y averigua cuál es la causa de su felicidad, por qué está contento, por qué está cantando, para que podamos tener la capacidad de deducir una ley; podría descubrirse alguna técnica”.
-Alguien tendría que ir y averiguar qué tiene que decir.
Tzu Kung, uno de los discípulos más cercanos a Confucio, se ofreció a ir. Lo encontró al final del terraplén y, mirándole a la cara musitó:
-¿No siente usted siquiera algo de arrepentimiento? Usted canta, incluso mientras va recogiendo los granos.
“¿No siente usted siquiera algo de arrepentimiento?”. Porque para el discípulo de Confucio, este hombre no parece tener nada de qué estar contento. Tendría que estar llorando, esto sería lo lógico. Tendría que estar lamentándose, eso sería lo racional, pero ¿cantando? Una persona de cien años, que recoge granos, que espera la muerte, ¿qué otra cosa necesita para estar pesaroso? Tendría que estar profundamente infeliz, sería lo lógico.
Esto es ilógico, pero los taoístas son personas ilógicas. Y a mí me gustaría que tú te volvieras ilógico, porque sólo las personas ilógicas son lo suficientemente afortunadas como para ser felices. Las que son lógicas nunca son felices, no lo pueden ser; han tomado la ruta equivocada desde el mismo comienzo. Piensan que, como todo lo demás tiene una causa, la felicidad también tiene que tenerla; ésta es su equivocación. La felicidad necesita sólo comprensión, no una causa.
Además, la comprensión tampoco es su causa. La comprensión simplemente la desvela; ella está en tu interior.
Quita el velo y, de improviso aparece; tu amado está dentro de ti, se tiene que desvelar; eso es todo. El desvelar no es una causa. La causa implica que algo se tiene que crear; desvelar quiere decir simplemente que ella ya existía, pero que fuiste lo suficientemente tonto como para no desvelarla.
Este enfoque confuciano de la vida se tiene que entender porque muchos de vosotros vais a estar en compañía de confucianos.
Todos los occidentales son confucianos, lógicos, intelectuales.
El enfoque confuciano está basado en la idea de que la verdad se tiene que aprender, que sólo es un asunto de aprendizaje: si lo aprendes bien, sabrás qué es la verdad.
No, los taoístas dicen que la verdad tiene que vivirse, no aprenderse. La verdad se tiene que experimentar; no vas a conocerla sólo porque te hayas vuelto un poco más informado. En realidad, para conocer la verdad tendrás que pasar por un desaprendizaje, tendrás que hacer limpieza en tu mente. Todo lo que has aprendido está haciendo de obstáculo. Tendrás que volverte ignorante otra vez, tendrás que volverte inocente, tendrás que dejar toda esa tontería que cargas en nombre del conocimiento. Tú no sabes nada, pero piensas como si supieses; éste “como si”, es el problema. Alguien te pregunta: “¿Conoces a Dios?”, y tú dices: “Sí”. ¿Has considerado alguna vez lo que estás diciendo? ¿Realmente sabes? No obstante, aparentas. ¿A quién estás engañando?
Me han contado una hermosa anécdota:
Un matón irrumpió en una taberna mal iluminada.
-¿Algunos de los que hay aquí se llama Donovan?
-rugió.
Nadie respondió. Volvió entonces a vociferar:
-¿Alguno de los que hay aquí se llama Donovan?
Hubo un momento de silencio y luego un hombre menudito se adelantó a zancadas.
-Me llamo Donovan –dijo.
El matón lo levantó del suelo y lo tiró encima de la barra.
Luego le dio puñetazos en la quijada, lo aporreó, le dio puntapiés, lo abofeteó y se marchó. Pasados quince minutos el hombre menudito volvió en sí.
-Vaya si lo he engañado –dijo-. Yo no soy Donovan.
¿A quién estás engañando? Te estarás engañando sólo a ti mismo, a nadie más. Recuerda muy bien qué es lo que sabes y qué es lo que no sabes. P.D. Ouspensky, en uno de sus libros más importantes, Tertium Organum, dice que lo primero que tiene que decidir el buscador es qué es lo que sabe y qué es lo que no sabe; esto es lo primero que tiene que decidir. Una vez se ha tomado esa decisión, las cosas se hacen muy claras. ¿Te conoces a ti mismo? ¿Sabes lo que es el amor? ¿Sabes lo que es la vida? El ser humano, sin embargo, continúa fingiendo que sabe, porque es muy doloroso sabes que no se sabe, es muy estremecedor para el ego saber que no se sabe. El ego finge, el ego es el mayor farsante que existe; finge, dice: “Sí, yo conozco”. Hay conocedores que dicen que Dios no existe y hay conocedores que dicen que Dios existe, pero todos ellos son conocedores, y en lo que respecta al conocimiento, no hay diferencia alguna entre el teísta o el ateísta. Si vas a la india y se lo preguntas a la gente, a cualquiera, te dirán: “Sí, Dios existe”. Si vas a Rusia y se lo preguntas a cualquiera, te dirán que saben que Dios no existe. No obstante, una cosa es cierta: todos ellos “saben”, y ése es el problema.
El teísta y el ateísta no son antagónicos. No son enemigos, se acompañan en el mismo juego, porque ambos están fingiendo que saben. Un verdadero hombre de entendimiento no fingirá que sabe; entonces existe la posibilidad de que algún día sepa. Empieza con la ignorancia y puede que algún día seas lo suficientemente afortunado como para saber. Empieza con el conocimiento y, con certeza, no serás nunca capaz de conocer.
El confuciano insiste en tratar de aprender. El taoísta insiste en tratar de des-aprender.
“Lin Lei no se detuvo ni dejó de cantar. Tzu Kung continuó presionándolo hasta que el anciano se giró para mirarle y le respondió: “¿De qué tengo que arrepentirme?”.”
Ante todo, él ni siquiera deja de cantar para escuchar lo que está preguntando este hombre, porque los taoístas no están interesados en las personas curiosas. Dicen que la curiosidad no lleva a ninguna parte, que la curiosidad es enfermiza; la curiosidad no es suficiente, la curiosidad no es aprendizaje. El aprendizaje implica que tú estás dispuesto a jugarte la vida. El aprendizaje implica que tú no sólo eres un estudiante sino un discípulo. El aprendizaje implica que no preguntas por capricho solamente; tú estás dispuesto a adentrarte en ello a cualquier costo. Tú estás listo a pagar por ello; no es sólo una distracción.
“Lin Lei no se detuvo ni dejó de cantar”. Él no puso atención alguna a ese hombre curioso que le preguntaba: “¿Por qué estás cantando? ¿Qué es lo que te hace sentir tan feliz?”, porque, si ese hombre hubiera sido un aprendiz de verdad, no le habría abordado tan de repente. Habría esperado, se habría sentado a su lado y habría esperado.
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