jueves, 25 de junio de 2015

EL TESORO ESCONDIDO





“El Reino de los Cielos es como un tesoro escondido en un campo,
que el que lo encuentra, vende cuanto tiene y vuelve para comprar el campo”

 Apenas han transcurrido unas horas desde nuestra despedida, y el calor del abrazo fraterno aun permanece unido a nuestras voces y a nuestra alegría mientras dejamos atrás  el recinto de El Escorial que ha acogido nuestra presencia el fin de semana.

Suena en mis oídos del alma la impresionante tempestad del sábado noche como un presagio; como una realidad paralela a nuestra vivencia de encuentro con la Sombra que está sucediendo.

Os contemplo, os siento, me siento a mí mismo…y percibo  el júbilo de quien ha hallado un tesoro; tan magnífico, que se dispone a vender cuanto tiene para poder comprar el campo donde está escondido. No os hablo desde la exaltación, sino desde el sosiego; desde la serenidad sobrecogida del peregrino que vislumbra el final del camino, hecho paso a paso con el convencimiento, a menudo infantil,  que  anima la andadura.

Desde ese lugar del alma os escribo esta carta, como un recordatorio…

Hemos recorrido la vida buscando un tesoro, impulsados y atraídos por un ideal que traer a la tierra, sin saber que lo buscado  ya habitaba en nuestras células desde antes de iniciar el viaje; hemos recorrido el universo de los sentidos que se extiende entre el bien y el mal, confiando en que en algún punto de esa intangible distancia estaría ubicado. Al igual que un péndulo, hemos oscilado entre el uno y el otro sin resultado. Eones más tarde sentimos que había que apostar, cesando el vaivén. Y apostamos por el bien y la virtud, sin saber que lo rechazado seguiría vivo; decidimos ser buenos, ignorando que esta decisión no eliminaba la maldad, sino que la trasladaba a otros. Así configuramos una sociedad de buenos y malos, sin que ni los unos ni los otros hallasen el tesoro. Milenios de insistente empeño no han cambiado la situación, pero algo comprendimos: que todo lo rechazado, lo despreciado, lo negado y no vivido por nosotros, no nos hace mejores ni nos abandona, sino que permanece oculto en la psique lleno de vitalidad, desde donde ejerce una poderosa influencia en nuestra vida y en la de los demás, sin que seamos conscientes de ello y sin poderlo evitar.

Tan llamativa y persistente evidencia nos hizo reconsiderar la validez de aquella vieja apuesta a favor del bien categórico que llevaba implícito el rechazo del mal, percibiendo que ambos pertenecen a una unidad indivisible, como las caras de una moneda, y sintiendo que, tal vez, no se trataba de ser buenos, sino íntegros; de conocer la experiencia completa, los infinitos matices que existen entre ambos extremos y juzgar, al fin, que todo pertenece a Dios. Creímos en la necesidad de integrar todo lo que antes fuese rechazado, reconociendo como propios los defectos ajenos porque eran fruto de nuestras proyecciones. Nos convertimos en el buen pastor de los evangelios que sale en busca de la oveja perdida porque sin ella no está completo el redil. Y creímos que la integración que nos hace completos consistía en reunir el vasto rebaño de los infinitos rechazos generados por uno mismo y por la humanidad de todos los tiempos… y temblaron nuestras almas ante tan descomunal tarea.

La dificultad aparente se tradujo en estímulo mayor, interpretando que el camino era más largo, pero mantenía el punto final buscado. La clave era, pues, perseverancia. Nos convertimos en las vírgenes prudentes del evangelio que mantienen encendida su lámpara, vivas su actitud y su fe.

Nuestras vidas se asemejaron a un viaje en submarino, del que tantas veces os he hablado; el viaje que emprende un grupo humano que vive en el interior de un submarino en busca de la atmósfera, cuya existencia les ha sido revelada, y que ellos ubican en algún lugar más allá de donde están, ignorando que aquello que buscan ha existido sobre sus cabezas desde el primer momento; que no está más allá, sino encima. En otro nivel. Y que no se trata de prolongar el viaje por remotos océanos, sino de salir a la superficie. De elevarse.

Este movimiento, esta elevación de la conciencia, ha dirigido nuestra actividad el fin de semana y señala el final de un viaje que ha durado milenios. Percibimos el cansancio acumulado sobre nuestras espaldas después de tan largo viaje, pero sentimos que hemos hallado el tesoro, y su hallazgo nos deja sin palabras… Sólo una cosa por hacer, un gesto: colocar a Dios en su sitio; aceptar y asumir que Él es el centro de la vida y de la actividad. Un espacio psíquico ocupado por los hombres hasta hoy, que decidimos ceder.

Hemos llegado a la atmósfera. Respiremos…!

Félix Gracia

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