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martes, 3 de marzo de 2015


¿POR QUÉ HEMOS DE PERDONAR?

Todos somos espíritus virginales semejantes, con conciencia
grupal y, aunque evolucionemos independientemente unos de
otros, no dejamos de formar un organismo único, como las células
de nuestro cuerpo, aún siendo distintas unas de otras, constituyen
un todo único.
Todos estamos evolucionando y, para ello, nos necesitamos
unos a otros. Nadie puede evolucionar estando solo.
Todos cometemos errores y hemos de ir aprendiendo a base
de cosechar lo que vamos sembrando, con la ayuda de los demás
que, unas veces son ofensores y otras ofendidos.
Debido a que el mundo es un todo armónico y que todos
nuestros actos influyen positiva o negativamente en ese todo, el
bien que hagamos lo disfrutan todos y el mal que hagamos lo
sufren todos.
Debido a lo que antecede, cuando algo nos molesta de otro
es que ya lo hicimos y lo superamos. Y, como somos “los
custodios de nuestros hermanos”, hemos de ayudar al otro a
aprender la lección que nosotros ya aprendimos. Sólo a los seres
perfectos no les molestan las imperfecciones de los demás.
Aquí procedería estudiar un aspecto muy importante de
nuestra vida de relación, que es la génesis del resentimiento,
elemento casi ignorado pero básico del luego necesario perdón.
Veamos este asunto brevemente:
Aunque no nos demos cuenta de ello, cada uno de nosotros
estamos totalmente aislados de los demás. Somos un mundo,
creado por nosotros mismos. No tenemos más comunicación con
el mundo exterior que las vibraciones que de él nos llegan a través
de los cinco sentidos. Esas vibraciones, una vez recibidas por
nuestro cerebro, son interpretadas y constituyen nuestro acervo de
conocimientos sobre en mundo exterior.
Esto no sería grave si sólo se refiriera a las cosas, a los
objetos. Pero se refiere también a las personas, a quienes se
relacionan con nosotros, y a quienes, aunque no se relacionen, han
llegado a nosotros a través de escritos, relatos o ideaciones.
Y ahí reside el verdadero problema de la convivencia.
Porque, siéndonos imposible conocer de verdad cómo es cada
semejante, no tenemos más remedio que hacernos una idea para
poder convivir. Y esa idea la podemos extraer sólo de dos fuentes:
a.- De nuestro propio modo de ser, que es nuestra más fiable
base de datos.
b.- De la experiencia anterior, derivada de relaciones con
otros semejantes.
La idea, pues, que de los demás nos hacemos, aunque
procediendo de dos fuentes distintas, no deja de ser una invención
nuestra, una suposición, una hipótesis y, como tal, sin
comprobación y, por tanto, muy expuesta a no resultar exacta.
Partimos, pues, cuando nos relacionamos con alguien
(cónyuge, pariente, amigo, enemigo, extraño), de la idea que nos
hemos formado de ella, atribuyéndole en base a los datos
provenientes de las dos fuentes antes citadas de que disponemos,
una serie de virtudes, de vicios, de defectos, de facultades, de
dones, etc. pero que no dejan de ser una ideación nuestra.
En base a esa ideación y a esa atribución de virtudes,
esperamos de esa persona determinados comportamientos
derivados de ellas.
Pero ¿qué ocurre si esa persona no responde a nuestras
expectativas, que, como hemos visto, eran fruto de nuestra
imaginación? Generalmente nos sentimos molestos y hasta
ofendidos. Y, con ello, generamos lo que no es sino
resentimiento. Porque, honestamente, no nos molesta tanto lo que
nos haga como el que “nos haya fallado” o traicionado o
desilusionado. Hay, pues, en esa reacción nuestra un muy
importante componente subjetivo, egocéntrico e irracional,
porque no es lógico atribuir, erróneamente, a otro una virtud que
no tiene y luego ofenderse porque carece de ella y actúa a tenor de
esa carencia. No es, pues, odio, lo que nace en nosotros. El odio
es el culmen del resentimiento, pero éste es siempre la semilla.
Suele ocurrir mucho con las parejas: en el momento del
enamoramiento o de la atracción mutua, somos muy proclives a
atribuir al otro todas las virtudes que nos gustaría ver en él. Y nos
comportamos como si esas virtudes existieran- Pero, claro, el otro
es como es y, llega un momento en que esa virtud que le
atribuíamos resulta que no la posee y, entonces, nos sentimos
defraudados, estafados, burlados, y nace nuestro resentimiento
por el engaño de que creemos haber sido objeto.
Por eso nuestra filosofía nos recomienda aceptar a los
demás “como son” y no como nos gustaría que fueran.
Porque, si persistimos en sentirnos estafados por todas las
personas que nos rodean y a las que habíamos atribuido virtudes
por doquier, seremos desgraciados en todas nuestras relaciones de
convivencia, llevaremos el resquemor o resentimiento con
nosotros permanentemente y ese resentimiento degenerará en
estrés, infelicidad y mal carácter que nos condicionarán más aún y
nos harán, cuando echemos mano, en el futuro, de nuestra
experiencia para juzgar a otros, atribuirles defectos o actitudes
negativas que no posean pero que, imaginadas por nosotros, nos
predispondrán para una convivencia nada agradable. Por eso, se
nos recuerda también frecuentemente, que somos proclives a ver
a los demás con el color de nuestro propio cristal, es decir con
el color que nuestra experiencia y nuestras atribuciones gratuitas a
los otros, nos hacen ver.
Francisco Manuel Nácher

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