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martes, 17 de marzo de 2015
ESCRITO II ELCONOCIMIENTO.- La Madre
ESCRITO II ELCONOCIMIENTO.- La Madre
Llegamos a Nazaret al mediodía. Desde que despertamos no
articulamos palabra, aún nos encontrábamos bajo el influjo de lo
visto y oído en la noche. El Maestro nos dejó descansar hasta bien
amanecido el día, sabía que teníamos que digerir lo vivido en
silencio. Y como siempre, dejó que las aguas volvieran a su cauce
con calma.
Los ojos del Maestro exultaban vida y, aunque siempre sonreía,
ahora desbordaba alegría. Su madre —María—, la encontramos
en la plaza ensimismada en la adquisición de especias, éstas le
apasionaban. Siempre experimentaba en los guisos y el Maestro
era su conejillo de indias y Él acababa siempre diciendo: “Madre,
es el amor con que lo preparas el mejor condimento”.
Él se acercó sigiloso a su madre por detrás y le tapó los ojos con
las manos, ella se volvió rápidamente, bien sabía quién era. Desde
niño, cada vez que podía sorprenderla, sus encuentros se
producían del mismo modo. Se abrazaron. Hacía meses que no se
veían y las noticias que llegaban eran confusas y siempre
temiendo que su hijo cayera en manos de los romanos, o peor aún
de Herodes, rey de Judea, pues su fama de crueldad no tenía
límite.
Entramos en el hogar del Maestro, de María; una morada
humilde como todas las de Nazaret, donde los años transcurrían
con lentitud y nada parecía cambiar. El taller de José seguía
activo aún después de su muerte. Santiago, hermano del Maestro,
se encargó de proseguir los trabajos a la partida de éste.
Ya sentíamos la necesidad de encontrarnos en casa y aquí se
hacía realidad. Un poco de reposo y la mano de una madre se
echaban en falta.
María nos trataba como a sus hijos, siempre pendiente de todo.
Al atardecer, el Maestro volvía de caminar junto a los olivares.
Nos encontrábamos charlando, se sentó con nosotros.
«Recuerda Madre —comenzó Él a hablarnos— que hace un
tiempo te manifesté la necesidad de dedicarme a los asuntos de mi
Padre —ella aseveró con un gesto.
Tú, Madre, junto a mi Padre, me disteis la vida; me tuviste en tus
entrañas, aun teniendo carencias me alimentaste. Los latidos de tu
corazón eran para mí como los rayos del Sol, siempre sentía tu
calor y tus manos me calmaban cuando me agitaba.
Los meses pasaban, los dos sabíamos que un día dejaría tu hogar
para seguir creciendo en uno mayor y seguir construyendo el
nuestro. No pensaste en ti en ese tiempo, tu deseo era que naciera
fuerte y sano, te entregaste por completo a tan digna labor.
Y así fue como un día vi la luz de este mundo. Un mundo que al
igual que tú, ahora nos acoge a todos en sus entrañas; nos
alimenta; nos cuida y nos ve crecer sabiendo que un día sentirá
los dolores del parto. Dolores que vivirá con amor, pues sabe de
nuestro deseo de seguir progresando y que una nueva vida es
continuar con los lazos que nos unen y que nunca se separaran.
Nuestra Madre siempre irá con nosotros allá donde vayamos.
Adoptará un nuevo rostro al igual que nosotros y crecerá con
nosotros, pues Ella y nosotros somos un solo ser.
El momento del parto se acerca y el dolor no será más que un
abrir y cerrar de ojos; es solamente el miedo ante la
incertidumbre, el del abandono de la seguridad en el seno materno
por un mundo nuevo a descubrir.
Nada hemos de temer pues al igual que Ella, nuestro Padre nos
cuida y está siempre con nosotros y en nosotros. No temamos al
crecimiento, todo nuestro ser se expande pues ese es el deseo de
nuestro Padre, nuestra Madre y el nuestro también.
Cuando éramos niños queríamos ser como nuestros padres;
descubrir nuevas tierras; encontrar respuestas a preguntas
milenarias; ayudar a convertir el sufrimiento en gozo, dar un paso
más en ese sentido hacia nuestra meta.
Un impulso invisible nos empuja siempre hacia delante.
Tomemos la antorcha que nuestros padres nos dan y no dejemos
que nunca se apague la llama que nos ilumina el camino hacia el
Reino de Dios. Ellos siempre irán con nosotros.
Nuestro cuerpo cada vez será más glorioso y nuestro Espíritu
gozoso de habitarlo.»
Tras las palabras del Maestro, Pedro y María de Magdala se
levantaron saliendo de la estancia, al poco volvieron con una
sabrosa y sencilla cena preparada por María.
―¡Nada como el amor de una madre! —exclamó Juan.
Todos nos reímos.
EL ANCIANO JUAN
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