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jueves, 24 de noviembre de 2016

Con el tiempo, cambian las formas, pero no el fondo.


La polaridad de nuestra conciencia nos coloca constantemente ante dos posibilidades de acción y nos obliga si no queremos sumirnos en la apatía a decidir. 

Siempre hay dos posibilidades, pero nosotros sólo podemos realizar una. Por lo tanto, en cada acción siempre queda irrealizada la posibilidad contraria. Tenemos que elegir y decidirnos entre quedarnos en casa o salir trabajar o no hacer nada, tener hijos o no tenerlos reclamar el dinero o perdonar la deuda, matar al enemigo o dejarlo vivir. 
El tormento de la elección nos persigue constantemente. 
No podemos eludir la decisión, porque «no hacer nada» es ya decidir contra la acción, «no decidir» es una decisión contra la decisión. Ya que tenemos que decidirnos, por lo menos, procuramos que nuestra decisión sea sensata o correcta.

Y para ello necesitamos cánones de valoración. 

Cuando disponemos de estos cánones, las decisiones son fáciles: tenemos hijos porque sirven para preservar la especia humana matamos a nuestros enemigos porque amenazan a nuestros hijos, comemos verdura porque es saludable y damos de comer al hambriento porque es ético. Este sistema funciona bien y facilita las decisiones uno no tiene más que hacer lo correcto. Lástima que nuestro sistema de valoración que nos ayuda a decidir sea cuestionado constantemente por otras personas que optan en cada caso por la decisión contraria y lo justifican con otro sistema de valores: hay gente que decide no tener hijos porque ya hay demasiada gente en el mundo hay quien no mata a los enemigos, porque los enemigos también son seres humanos, hay quien come mucha carne porque la carne es saludable y deja que los hambrientos se mueran de hambre porque es su destino. Desde luego, está claro que los valores de los demás están equivocados, y es irritante que no tenga todo el mundo los mismos valores.